Décima Escena - El Pobre

Sigue otra escena corta de la vida espiritual, o mejor dicho de la salida de la vida de prueba terrenal hacia la vida eterna y auténtica de los espíritus, esta vez se trata de un pobre jornalero, despreciado por la gente importante como «miserable», o «pobre harapiento».

Entrad conmigo a este cuartucho pobre, que más parece el agujero de un oso que una viviendo humana. Apenas dos brazas cúbicas mide el interior. La puerta está deteriorada y sobre ella hay una apertura de dos palmos de largo y uno de alto por donde entra un poquito de luz atenuada por el muro sucio del establo de un vecino rico. Por este resquicio entra justo la luz suficiente para que los siete habitantes no se hagan daño uno al otro. En esta magnifica estancia no hay ni estufa, ni cocina, sólo una gran piedra caliza, tosca y sucia, hace las veces de hogar en el que los pobres habitantes cocinan su escasa comida, siempre y cuando tengan la suficiente suerte de haber encontrado algo trabajando o mendigando.

Por supuesto estos pobres deben pagar un alquiler de un florín y treinta coronas mensuales por vivienda tan «majestuosa», y aún están contentos si el dueño no exige puntualmente su pago cada primero de mes, esperando a veces quince días. Es «tan bueno» que, a causa de la enfermedad del padre de setenta años, incluso le ha vendido treinta libras de paja podrida al precio de veinte kreuzer, y esperó diez días para cobrar. Seguro que un patrón «tan bueno de corazón» y «tan paciente» también tiene derecho a la paciencia y la misericordia del Señor. Mirad, en este agujero y en el último rincón se halla acostado sobre aquella paja «fresca» el pobre jornalero. Hace años cayó de un andamio en su trabajo en la construcción, fracturándose dos costillas y un brazo. Le llevaron al hospital de los pobres, donde le trataron durante medio año, pero le dieron el alta cuando todavía no se había curado bien.

Desde entonces siempre se sintió débil, incapaz de un trabajo duro, y debía contar para el sustento diario con la ayuda de su mujer, también enferma, y de sus cinco hijas, la mayor de catorce años, que consistía o en un mísero sueldo por trabajos sencillos, o en algún donativo que mendigaban. La edad avanzada, la poca salud, el frío y el mal alimento le hicieron enfermar, encontrándose postrado en este pobre lecho cuando le visitamos.

Demacrado como una momia egipcia del tiempo de los faraones, con muchos dolores en todo su cuerpo, la columna vertebral saliéndose por encima de sus huesos, supurando, y además hambriento por tener el estomago desacostumbrado a comida, dice con voz quebrada a su mujer: «Madrecita, ¿no tienes nada que darme? ¿Ni un poquito de pan? ¿O un caldito caliente? ¿O alguna patata hervida? ¡Ay, Dios mío! ¡Qué hambre tengo! No me puedo mover de dolor, y además el hambre. Oh Dios mío, ¡Líbrame de mi sufrimiento!».

Y contesta su mujer que apenas puede mantenerse de pie de hambre y decaimiento: «Pobre marido mío. A las seis de la madrugada salieron las tres mayores a pedir algo a hombres compasivos, pero ya son las tres de la tarde y no han vuelto. Estoy temblando de miedo que les pueda haber ocurrido algo. ¡Ay, Jesús y María! ¿Y si se han caído al agua o si las ha detenido la policía? Estoy temblando de pies a cabeza. Que Jesús te dé fuerzas. ¡Iré a la policía y preguntaré si saben algo de nuestras hijas!».

Dice el enfermo: «Sí, sí, querida madre, vete, yo también tengo mucho miedo. Pero no te demores y trae algo para comer, me estoy muriendo de hambre. Ten en cuenta que hace dos días que ni tú, ni ellas, ni yo hemos probado bocado. A lo mejor las niñas se han desmayado allí fuera. ¡Ay, Dios mío, toda la miseria que hemos de aguantar!».

Su mujer se marcha, y una vez en la calle ve un guardia que lleva por delante a sus tres hijas. La madre da un grito de miedo: «¡Dios mío, ay, Jesús. Son mis pobres hijas!».

Las niñas explican llorando: «Es que este hombre nos ha detenido cuando pedíamos limosna en una calle, luego nos ha encerrado en un cuarto oscuro, y como nos ha visto mendigar más veces, trajo otro hombre, que parecía un señor, que nos hizo azotar, aunque de rodillas le explicamos que pedíamos para nuestro padre enfermo. Estamos llenas de sangre y todo nos duele. Nos preguntó por nuestro domicilio y mandó a este guardia que nos llevara a casa. ¡Ay, madre, como nos duele todo!».

La madre, que apenas puede decir una palabra, suspira y dice: «¡Ay, Señor, justo y bondadoso! Si existes, ¿cómo puedes permitir tanta crueldad?». Luego lloró amargamente. El policía le recrimina sus palabras en público y le ordena volver inmediatamente a su vivienda. La madre se disculpa y llorando dice: «Ay Señor ¿qué otra cosa puedo hacer sino llorar? Mi pobre marido de setenta años está muriéndose de hambre, hace dos días que ninguno de nosotros ha comido nada. El tiempo otoñal es frío y húmedo. No tenemos leña para calentar la vivienda. Estoy débil y enferma. Estas tres niñas son nuestro único sostén y ahora las habéis pegado. ¡Ay, Dios! ¿Cómo puedo callarme? ¿No somos humanos?, ¿no somos cristianos?».

El policía quiere deshacerse de ella, pero detrás de un chaflán salta un hombre valeroso y grita al policía: «Alto, amigo, de aquí no pases. Aquí tiene, madrecita, treinta florines, aliméntate lo mejor que puedas con esto. Y tú, verdugo, lárgate, que no te pegue un tiro». El policía quiere detener al bienhechor por su amenaza, pero el forastero saca su pistola y apunta al policía, que prefiere retirarse de prisa.

Una vez el policía ha desaparecido, el forastero también se va tranquilamente. La madre y las hijas aún le dan las gracias. Luego van rápidamente a comprar al tugurio más cercano algo de pan, vino y carne. El mozo mira con aire incrédulo el billete de diez florines. Pero piensa que dinero es dinero, igual robado que ganado de manera honrada. Así pues sirve lo que la mujer ha pedido y le devuelve el cambio.

Cuando llegan a casa, encuentran al hombre llorando de dolor y hambre. La madre le da un poco de pan y vino, y la hija mayor va rápidamente al tendero por unas pocas astillas, lumbre y algunas velas.

Cuando vuelve a casa se asusta al encontrarse delante de la misma a dos policías que han venido para informarse acerca del desconocido. Si la mujer no da el nombre y la dirección se la llevarán detenida.

Con la orden de sus superiores entran en la vivienda oscura junto con la muchacha, exigiendo que se encienda una luz y amenazando a la mujer que dé todos los informes sobre el forastero si no quiere ser arrestada. La pobre mujer, completamente asustada, enciende una vela y los policías ven al enfermo, casi desnudo sobre la paja, solo tapado con algunos andrajos. Al principio se estremecen, pero luego se sobreponen e interrogan a la mujer medio muerta de miedo sobre el nombre y posición del hombre en cuestión.

La mujer, temblando, no es capaz de contestar. Ambos verdugos creen que es una treta y, apoderándose de ella, se la quieren llevar. El pobre enfermo y sus cinco hijas les suplican, pero ellos cumplen con «su deber». En el mismo instante en que los policías quieren pasar el umbral con la mujer, se acerca nuestro forastero con tres ayudantes forzudos. Primero liberan a la mujer de las manos de los verdugos y luego les dan una paliza, amenazándoles a ellos y a su oficina, y diciendo: «¡En el nombre de Dios! Si os atrevéis otra vez más a entrar en este santuario donde habitan los ángeles de Dios, os espera una venganza horrorosa. No somos hombres o seres de este mundo, somos los espíritus protectores de estos ángeles, que pasan aquí su prueba carnal». Luego desaparecen los cuatro. Los policías también se retiran, para no volver.

La mujer se recupera bien pronto y procura -dándome las gracias por su salvación- preparar una sopa caliente para su hombre, que está llegando a su fin. Con todas las bendiciones le dan la sopa al viejo, que -también bendiciendo y dándome las gracias- la come con buen apetito. Algo fortalecido, dice a su mujer y a sus hijas: «Querida mujer, y queridas hijas, tuvisteis que pasar mucha penuria por mi causa. Pero también os habéis podido convencer que el Señor nos protege, ahuyentando a nuestros enemigos. Tened siempre confianza en Él: el Señor está más cerca de vosotras cuanto más apuros sufrís. Perdonad a todos que os han hecho daño, solo son herramientas de la fuerza policial y lo hacen todo sin preguntar. El Señor será su juez.

Soportad vuestra cruz con paciencia y no busquéis la suerte terrenal, porque los afortunados del mundo no son hijos de Dios. Lo que parece majestuoso en el mundo, es abominable a los ojos de Dios. La suerte de este mundo, es la mala suerte para el espíritu.

¿De qué me hubiese valido ser uno de los ricos de la Tierra? Al final de mi vida terrenal no me esperaría sino la muerte eterna. Pero ahora todo es diferente. No me asusta la muerte, para mí no existe. ¡Me estoy librando de todos mis sufrimientos terrenales y veo ante mí la entrada majestuosa del Reino de Dios!

Mirad este gastado cuerpo mío, asiento del alma para que ésta soporte la cruz divina: acostado en la paja está ya frío y muerto. Pero mi ser, mi alma y mi espíritu, que durante setenta años han habitado en él, ya están libres y no han sufrido la muerte. En un instante maravilloso me he visto libre de toda esta carga. Tocadme y veréis que estoy muerto. (La mujer y las hijas tocan al cuerpo y notan que esta frío, duro y muerto). Mirad, estoy vivo y puedo hablar con vosotros mucho mejor que antes.

Y la razón es que siempre he creído en Jesús, el Crucificado, y, dentro de mis posibilidades, he cumplido Sus mandamientos. Él enseñó en el templo que aquellos que aceptan su palabra y viven según ella no verán la muerte, así lo he visto confirmado conmigo; he dejado atrás a mi cuerpo sin sentir cuándo ni cómo.

No os dejo fortuna alguna, mi gran pobreza terrenal es toda vuestra herencia. Pero ¡alegraos!; si los ricos del mundo supieran que la pobreza mundana es la riqueza del espíritu, muchos se apartarían de sus sacas de dinero. Pero la ceguera considera ganancia lo que en verdad es muerte. Dejad que anden el camino de su condenación. Pero vosotras, si deseáis ser felices como yo al final de vuestro trayecto, debéis huir de la felicidad terrenal.

Creedme pues os hablo desde el Más Allá. Cuanto más grande es la cruz, y cuanto más pesado llevarla, más fácil será el paso desde el mundo material al mundo espiritual. Todo el que sigue a Cristo debe andar el camino de la carne. Todo debe ser crucificado en Cristo, morir en Él para resucitar y vivir eternamente.

La carne se crucifica en Cristo por la pobreza, la penuria y las dificultades de la vida. Por lo tanto el que vive como nos tocó vivir a nosotros, resucitará de su lecho de muerte para cosechar la vida eterna. Mientras que los ricos, una vez acabada su felicidad terrenal, en realidad mueren. El pobre que se entrega a la voluntad del Señor, siempre está muriendo, y cuando alcanza su meta, ya ha vencido la muerte y no morirá más, sino que, a diferencia de aquellos hombres que siempre han vivido según su antojo, resucita en Cristo. Estos ya consiguen su meta en el mundo, después les será muy difícil - a veces imposible- poder resucitar. Alegraos y guardad todo en vuestro corazón, aunque el mundo os desprecie, os insulte, y os persiga el suyo endurecido. El Señor observa todo “el mal” y conoce todos sus planes. Os digo: buscad sobre todo el reino de Dios y la justicia, y todo lo demás os será dado.

Los ricos de este mundo merecen nuestra compasión, porque son pobres interiormente. Alegraos por aquellos que, como vosotras, deben pasar todo tipo de penurias, cargando con su cruz. Estos mueren diariamente en Cristo, para no morir más al fin de su vida, sino para resucitar a la vida eterna en Él.

Sean mis últimas palabras en este mundo las riquezas que os dejo en herencia, herencia ésta por la que no se pagan impuestos. Sacad pronto este cuerpo de la habitación pues está muerto del todo. Tampoco hacen falta grandes ceremonias pues para Dios las ceremonias son abominables. Ni debéis pagar misa ninguna porque a Dios le dan asco las oraciones por las que se ha pagado. En cambio debéis alabar a Dios por la gracia que me ha concedido. Todo honor, alabanza y nuestro amor para Él, eternamente. Amén».

Con estas palabras enmudece en este mundo y, rápidamente, su cuerpo se convierte en cadáver.

En seguida se ve rodeado de tres hombres muy amables vestidos de blanco, que le saludan y le tienden las manos como hermanos. Agradecido y feliz, olvidándose de los sufrimientos terrenales, les da su mano, diciendo: «Queridos, desconocidos amigos de nuestro Señor Jesús, porque supongo que esto sois. Durante siete decenas de años de vida en la inhóspita Tierra he pasado -visto mundanamente- muy pocos días buenos y muchos lleno de preocupaciones, los últimos los más amargos. Durante los últimos hubo de todo: dolor, penuria, y profundo pesar por mi pobre piel pecadora. Todo sea entregado al Señor, y a Él sólo toda mi alabanza y mi amor por siempre jamás. Aunque haya debido sufrir mucho, nunca me faltó consuelo que me ayudara a mantener firme el corazón pese a los sufrimientos corporales y a las llagas de mi cuerpo; he sabido soportarlos en el nombre del Señor. Y ahora tengo la gran gracia, la ayuda y la misericordia de Dios, nuestro Señor, que muchas veces me socorrió en la Tierra, y con paciencia espero lo que Su voluntad disponga. Todo mi amor, mi alabanza y mi adoración a Él, ¡que se haga Su santa voluntad!».

Uno de los tres hombres vestido de blanco dice: «Querido amigo, ¿qué harías, si el Señor, por su santidad y a causa de tus pecados veniales -siempre según tu fe- te mandara al purgatorio por tiempo indefinido, donde volverías a sufrir dolores? ¿Serías capaz de seguir alabando al Señor bajo los dolores del fuego? ¿Serías capaz de amarle todavía?».

Contesta el pobre: «Ay, querido amigo. La santidad inconmensurable del Señor purifica el alma para que sea digna de verle. Pero su infinita sabiduría y misericordia también conocen el límite de lo que una pobre alma puede llegar a sufrir. Y no la cargará más. Si su justicia y su infinita Santidad exigen esto de mí, que se haga su voluntad. Reconoceré todavía su gran amor que me impone tales sufrimientos para que mi alma sea purificada y digna de verle!

Yo os digo, el Señor es mi amor, y todo lo que hace es bueno. Que todo se haga según su voluntad. Si ahora pidiese compasión e indulgencia, no sería tan provechoso para mí como lo que el Señor ha determinado en su sabiduría y amor. Por esto vuelvo a repetir: alabado sea el Señor Jesús, que es el único Dios Señor y Padre con el Espíritu Santo, y que reina de eternidad en eternidad. ¡Alabado sea su santísimo nombre y que se haga su santa voluntad!».

El hombre vestido de blanco dice: «Has hablado bien y desde la verdad. Pero considera que has muerto sin confesión y sin comunión. ¿Acaso no puedes verte ante la silla del Cristo juez, y si te encontrara un pecado mortal condenarte al infierno para siempre, por no hallarte en estado de gracia, siempre según la enseñanza de tu iglesia? ¿Seguirías alabando al Señor?».

Dice el pobre: «Amigos míos, lo que pude hacer, lo hice. Si no me he confesado al final, no ha sido por mi culpa. Sólo habían pasado tres semanas desde mi última confesión, y mi confesor me aseguró que no necesitaría confesarme durante algún tiempo. Oh, amigos, si en mí hay algún pecado mortal, rogad vosotros al Señor que me perdone y que tenga piedad de mí, pobre pecador. Tener que padecer en el infierno tras una vida terrenal llena de sufrimientos, sería horrible. ¡Ay, Señor, hágase tu voluntad, pero ten compasión de esta pobre alma!». Dice el hombre de blanco: «Querido amigo, nuestra intercesión no te serviría si tuvieras un pecado mortal. Sabes, según la enseñanza de tu iglesia, que a causa de la justicia perfecta e inmutable de Dios no hay misericordia divina después de la muerte.

En la Tierra nunca has dado mucha importancia a la intercesión de los santos, ni a la santa misa, y al final te comportaste como un hereje, no cumpliendo con todo lo mandado por tu iglesia. Si nosotros rogásemos a Dios por ti, ¿crees que serviría de algo? ¿Por qué no considerabas importantes las letanías y las misas de difuntos y, según tu propia confesión, incluso dijiste a tus familiares que a Dios le asquean las oraciones pagadas y que no debían pagar ninguna misa por tu alma? Si es así, ¿cómo quieres que intercedamos por ti? ¿En qué quedamos? ¿Crees que nuestra intercesión te puede servir de algo ante Dios?».

Dice el pobre, lleno de espíritu y con gran serenidad: «Amigos, no sé quienes sois y me da igual. Pero no podéis ser, lo mismo que yo, más que criaturas de Dios, ¡gracia eterna y todo mi amor a Él!, y así puedo hablaros abiertamente.

En el mundo fui pobre y miserable, pero sabía escribir y leer y calcular bastante bien. Los domingos y días festivos me dediqué a leer las Santas Escrituras. Cuanto más me adentraba en ellas, más claramente veía que la iglesia católico-romana actúa contra la enseñanza de Cristo y de los apóstoles, tal como está en los cuatro Evangelios y en las Cartas de los Apóstoles. En una carta del apóstol Pablo encontré este explosivo párrafo: “Y si viniere un ángel del cielo y os enseñare un evangelio diferente a lo que yo os anuncio, o sea el de de Jesús crucificado, ¡maldición para él!”.

La frase atravesó mi alma como un rayo y me pregunté: ¿cómo concuerdan estas palabras del apóstol con la enseñanza de Roma, que no deja siquiera que los laicos lean la Biblia, enseñando algo muy diferente, cosas que parecen paganas? ¿En quién debo creer? Una voz interior me dijo: “¡Cree en la palabra de Dios!”. Y así lo hice.

Cada día veía más claramente que era correcto. Lo comprendí dentro de mi corazón, y en el espíritu y en la verdad estuve convencido de creer fielmente que la enseñanza de Cristo es la palabra de Dios pura y verdadera, y que en ella hay que buscar la santidad y la vida eterna. Dios es inmutable. Como era, así será siempre: el único y eterno espíritu de amor puro.

¿Cómo podría haber fundado la iglesia de Roma, que predica el odio, la persecución, la condenación, la muerte y el infierno? No, eternamente no; me dije: aquel que juzga y condena a sus hermanos, ya está juzgado y condenado. ¡No juzgues ni condenes a nadie en tu corazón, para que no seas juzgado! Así lo percibí y actué en consecuencia. Cada vez veía más claro, que los clérigos de Roma se comportaban peor en espíritu con el Señor que quienes crucificaron su cuerpo. Pero no condeno, siempre digo en mi corazón: ¡Señor, perdónales, están ciegos y no saben lo que hacen!

Cada vez comprendía mejor el amor sin límites del Señor. Pero también mi amor hacia Él iba creciendo, pese a todos mis sufrimientos terrenales, que más bien me reforzaban. Os digo libremente y sin tapujos: Cristo es mi amor y mi vida, también en el infierno, si fuera condenado; ¡pero nadie me puede quitar a mi Jesús ni en el infierno!

Sé que delante de Dios soy un pobre pecador, indigno de levantar mis ojos hacia Él. Pero, decidme, ¿dónde, en toda la inmensidad de Dios, vive un ángel o un hombre que pueda decir lo que dijo el Señor “¿quién de vosotros me puede encontrar una falta?”. En verdad más me vale decir “Señor, soy el más indigno de todos” y no “Soy digno de tu gracia”. Sólo puedo decir, y vosotros supongo que también: “Señor, todos somos siervos inútiles y no hemos merecido tu gracia. Oh Señor, oh Padre, ten piedad de nosotros, por tus méritos”.

Unicamente tenemos derecho a hablar y rezar así. Todo lo demás lo considero pecado mortal, aquí y siempre. Ahora comprenderéis porque no me importaban las letanías ni las oraciones pagadas. Pero siempre estoy a favor de la intercesión de corazón de un hermano, y esta es la razón por la que os he pedido interceder por mí. Pero haced lo que queráis. En todo cúmplase eternamente la voluntad santísima del Señor!».

Volvió a tomar la palabra el hombre vestido de blanco, interiormente encantado con este nuevo hermano: «Querido hermano, vemos tu sinceridad, tu valor y tu celo en favor del Señor, que efectivamente es como una roca. Pero pregunta a tu corazón si te atreverías hablar así en presencia del Señor».

Contesta el pobre: «Mi amor desbordante puede paralizarme la lengua, pero no el valor. No hace falta tanto valor para afirmar delante de Dios mismo que uno se siente como el siervo más inútil y más necesitado de su gracia y misericordia. ¡Oh!, nunca he tenido miedo de Cristo, le amo demasiado. Decidme, ¿tengo que quedarme aún mucho tiempo aquí?. Me gustaría saber realmente adonde debo ir».

Dice el hombre vestido de blanco: «Ten un poco de paciencia, estamos esperando a alguien a causa tuya. Cuando llegue te traerá la decisión del Señor, y acto seguido te irás de aquí para marchar al sitio al que la voluntad de Dios te ha destinado. Mira hacia el amanecer, por ahí llega. ¿No temes al que viene en nombre del Señor?».

Dice el pobre: «No. Si amo al Señor sobre todas las cosas ¿como puedo temer a su enviado?».

Dice el hombre de blanco: «Hermano, ¿sabes que el más justo peca siete veces al día sin saberlo? Si cuentas todos los días desde que tuviste uso de razón y los multiplicas por siete, ¿cuántos pecados mortales acumularías, teniendo en cuenta además que según Ignacio de Loyola cuatro pecados veniales hacen uno grande? Si el mensajero viniera ahora con esta factura, ¿no temeríais el mensajero del Señor?». Y el pobre hombre contesta: «No, y no. Os confieso, amigos míos, que me alegraría haber sido calificado de gran pecador. El pecado no me enaltece, me humilla y eso es lo justo. Lo he sentido muchas veces en la Tierra, cuando a veces no era consciente de haber pecado, especialmente después de haberme confesado. En tal estado más bien me sentía orgulloso por mi pureza ética, diciéndome si me encontraba con algún malhechor: ¡gracias a Dios no soy como ese, que ha olvidado la ley de Dios y la de los hombres!

Pero si luego caí de nuevo, mi contrición me hacía pensar dentro de mi corazón; fíjate, aquel que tú consideras una mala persona, quizás es más puro ante Dios que tu mismo. Por lo tanto, oh Dios, ten compasión de mí, pobre pecador. No soy digno de levantar mis ojos hacia los cielos. Y esto, amigos, creo que es el mejor pensamiento, y más apropiado para el pecador que decir: “Señor, soy puro y he guardado todos tus leyes desde mi niñez, esperando ahora en justicia la recompensa”.

Amigo, sé que delante de Dios soy un pecador. Por lo tanto no sólo soy humilde, sino que tampoco espero nada de Él según mis méritos, sino lo que Su gracia y misericordia me quieran conceder.

No comprendo qué méritos pueden acumular las criaturas, ante Dios todopoderoso, que todo lo puede y que no necesita nuestra ayuda. ¿Acaso han ayudado a Dios, nuestro Señor, en la creación del cielo y de la Tierra? ¿O han logrado la salvación? ¿O beneficiaron en algo a Dios cumpliendo más o menos sus leyes? Dios es perfecto tal como es, no necesita de nosotros, y nuestro destino no es prestarle servicio alguno sino asimilar Su gracia infinita, su misericordia y su amor.

Esto es lo que vengo pensando y lo que seguiré pensando eternamente si se me concede una existencia eterna. Por esta razón no temo al mensajero del Señor, como tampoco encuentro razón para temer al Señor mismo. Sí, temo al Señor, pero no como un malhechor, sino como un amante que, teniendo un corazón impuro, se siente pecador e indigno de amar con todas sus fuerzas a su Señor. ¿Qué os parece, amigos míos, tengo razón?».

Dice el vestido de blanco: «Vemos claramente que no te convenceremos, así que tampoco te importunaremos más y te dejamos con el que llega por allí. ¡Ya está aquí!». El mensajero se acerca amablemente al pobre, le tiende la mano y le dice: «¡Levántate, hermano, déshazte de tu envoltura mortal y entra en la vida eterna en Dios y el Señor, tú que has amado tan intensamente a Jesús!».

El pobre se levanta y se siente libre y lleno de fuerza y dice al mensajero, que parece muy sencillo: «Gran enviado del Dios todopoderoso. Todo mi ser se llenó de bienestar cuando me diste la mano, eso prueba que eres un enviado del Altísimo y seguramente me podrás decir lo que me espera ante el Juez supremo, ya que los otros hermanos más bien querían asustarme. No tengo méritos, ni podré adquirirlos jamás, y me siento un gran pecador ante el Señor. Dime tú ¿puedo esperar su gracia y su misericordia?».

Dice el mensajero: «Querido hermano, ¿cómo se te ocurre preguntar tal cosa? Tu corazón esta lleno de amor hacia el Señor, y en él, dentro de ti, está el Señor Jesús, Dios de eternidad en eternidad. El que lleva a Jesús en su corazón, ¿cómo puede dudar en hallar gracia y perdón? Yo te digo: ya eres bienaventurado, y jamás sufrirás juicio. ¡Ven conmigo hacia tu Dios, el Padre amantisimo y santo, y recibe todo en abundancia, al igual que todos los que Le aman en verdad sobre todas las cosas!».

Dice el pobre: «¡Oh, excelso mensajero de Dios! Perdóname, no te puedo seguir. No merezco tal gracia. Llévame a un lugar tranquilo, donde habiten beatos sencillos, parecidos a mí, en la esperanza de vislumbrar al Señor cada cien años, contados mundanamente, y me sentiré tan bienaventurado como los ángeles más puros y perfectos. No sería capaz de soportar estar tan cerca de Jesús, mi gran amor me haría estallar al acercarme a Él. Concédeme lo que pido desde el corazón contrito».

Dice el mensajero: «Mi apreciado hermano, esto no es posible, ya que es la voluntad del Señor. Si yo puedo permanecer cerca del Señor, también lo podrás tú. Ven conmigo y no te asustes. Te digo que los dos nos encontraremos bien en presencia del Señor». Dice el pobre: «Bueno, si tú lo consideras posible, lo intentaré en nombre de Dios. Pero, dime, por qué me miran con arrebato y emocionados aquellos hermanos vestidos de blanco? ¿Quizás ya ven al Señor?».

Dice el mensajero: «Es posible, pero todos nos alegramos mucho por ti, al igual que por cualquier hombre que llega hasta aquí con tanto amor. Mira en dirección a oriente, donde ves una suave colina y la salida magnifica del Sol. Por allí va nuestro camino, que pronto habremos hecho. ¡Desde aquella altura verás la nueva Jerusalén, la ciudad eterna de Dios, en la que habitarás eternamente!».

Dice el pobre: «¡Ay, hermano, qué excelsitud, con qué pureza brilla la luz de la mañana, qué nubes más bonitas! ¡Y todos los prados y los árboles! ¡Qué belleza! ¡Todo en este mundo celestial es inimaginablemente bello! ¡Las magnificencias de la Tierra no son nada en comparación! Y también veo una gran muchedumbre que se acerca y oigo cantar canciones celestiales. ¿Quién puede describir su armonía? Y la gente, ¡cómo brilla! ¿Qué pareceré entre ellos con mis harapos?

¡Ay, Dios, mío. Esto no se puede aguantar! Mira, ya se acercan; y ahora, ¿qué es esto? Todos se arrodillan y ponen sus caras en el suelo, en posición de contrición. A lo mejor se acerca el Señor mismo. ¡Dime que es lo que significa todo esto!». Dice el mensajero: «Debe ser algo así. Lo veremos en seguida. Un poquito de paciencia, algunos pasos más y sabremos lo que hay».

Dice el pobre: «Oh, sublime amigo. Me encuentro muy raro. Cómo imaginarse que veré al Señor del Cielo y de la Tierra, al Señor de toda vida y de la muerte! Amigo mío, estoy temblando de miedo y ansiedad, en espera de lo que voy a ver. Unos pocos pasos más y efectivamente habré alcanzado la colina. ¡Ay, qué será lo que veré!

Amigo mío, tú que habrás visto a Dios en parecidas ocasiones ¿no le temes cuando se te acerca? ¿Te has acostumbrado tanto que ya no te impresiona? Lo presiento en toda esta gente y también en los tres hermanos que nos siguen, todos están muy emocionados. Tú pareces impasible, como si lo que esta ocurriendo no fuera algo extraordinario. Dime, ¿como se puede comprender esto? ¿Acaso me he de comportar como tu, lo que no me sería posible?». Dice el mensajero: «Mi querido hermano, pronto comprenderás porque no temo a Dios y por qué no me comporto como nuestros hermanos y como toda la muchedumbre. Es mejor que obres como yo, pronto te convencerás que el miedo es vano. Te digo que el Señor no exige todo esto, pero si los hijos demuestran su amor y su humildad hacia el padre, no hacen mal. Yo sé que aunque intentaron asustarte, tampoco tú mostraste miedo ante los tres hermanos cuando te recibieron, y eso me gustó ¿Cómo es que ahora lo sientes?». Dice el pobre:«Sí, antes no tenía ni idea de la majestuosidad inmensa de Dios y sus santos cielos, pero ahora tengo a la vista lo que nunca me pude imaginar. Y todo es muy diferente. Qué magnifico debe ser Dios, si todos se estremecen así, de tanto respeto ante Dios, el Infinito, el Todopoderoso. ¿Será capaz de soportar mi ojo, tan necio y tan poco acostumbrado a la Luz, la visión de Dios?».

Dice el mensajero: «Tranquilo, hermano. No te has quedado ciego hasta ahora, ya aguantarás. Fíjate, ya hemos llegado arriba y en el horizonte, donde ves el Sol de Dios que ilumina todos los cielos y el corazón de hombres y ángeles, allí ves la ciudad santa de Dios, donde vivirás conmigo para siempre. De prisa, ya estamos llegando». El pobre hombre abre sus ojos desorbitadamente y su sorpresa es tan grande que no puede comprender la razón por la que la muchedumbre se esta levantando y comienza, junto con los otros tres hermanos, a cantar salmos en honor a Dios.

Tras un rato admirando silenciosamente y con arrebato este paisaje celestial que no puede compararse con nada del mundo, vuelve a preguntar: «¡Oh queridisimo amigo y hermano! Dime donde ven al Señor los que nos siguen pues le cantan como si estuviese entre ellos. Miro a izquierda y derecha, adelante y atrás, y no veo nada que pueda ser Dios. ¿Acaso son estúpidos mis ojos o indignos de ver Su faz? Ese debe ser mi caso. En el fondo lo prefiero así porque estoy seguro que Dios sabe que no podría soportar la contemplación de Su rostro. ¡Ay, qué feliz soy al ver toda esta magnificencia celestial a tu lado, sabiendo que Dios me mira. Bueno, en el fondo sí que me gustaría ver una sola vez a Aquél que tanto amo, pero a decir verdad, en la persona de nuestro Señor, Jesús, el Cristo.

¡Ay, si pudiera ver una sola vez al querido, queridísimo Jesús, me convertiría en la persona más feliz y bienaventurada de todos los cielos!».

Dice el mensajero: «Te digo que estés tranquilo, pronto te convencerás de que verás a Jesús antes de lo que pensabas. Te digo: en el fondo ya le ves, pero no le reconoces. Así que permanece tranquilo».

El pobre hombre vuelve a mirar en su alrededor, pero no ve a nadie que pudiera ser Jesús. Así que se vuelve otra vez hacia el mensajero y le dice: «¡Es muy raro! Dices, que ya Le estoy viendo, sin reconocerle. Pero he pasado revista a todos que nos siguen y no está entre ellos porque todos parecen muy contritos y emocionados y todos alaban y cantan a l Señor de la eternidad. También los tres hombres vestidos de blanco, por lo tanto no es posible que sea uno de ellos. Has dicho que Le puedo ver. Por favor, ¡dime cómo y dónde Le puedo ver!». Dice el mensajero: «Mira hacia la ciudad de Dios, tan cercana, y pronto lo comprenderás. Ya estamos en las murallas exteriores y pronto entraremos al interior de la ciudad santa, y tus ojos se abrirán, igual como les ocurrió a los discípulos en el camino de Emaús.

Tranquilo, pues todo ocurre como debe ser y para que nadie sufra ningún daño en su salvación y su libertad. ¿Te gusta esta ciudad en la que ahora entramos?».

Dice el pobre: «Oh, amigo, no hay palabras para describir toda su grandeza y suntuosidad. Y la de tantos palacios enormes todos los cuales parecen habitados. ¡Ay, Dios, qué refulgencia, qué esplendor, qué increíble majestad! Su belleza sobrepasa todo lo que puede comprender un hombre. Pero te vuelvo a preguntar, ya que estamos dentro de la ciudad ¿dónde está Emaús y donde está el Señor Jesús?».

Dice el mensajero: «¿Ves aquella casa grande, con sus ventanas iluminadas y sus galerías desde las que nos están saludando incontables hermanos y hermanas? Esta es la verdadera Emaús. Aquí vivirás para siempre jamás. ¡Ahora que estamos delante de Emaús, vuélvete hacia Mi, mírame, y reconocerás a aquel que llevas en tu corazón con tanta ansia y tanto amor!». Ahora el pobre ve que el mensajero es Él mismo. Inmediatamente cae de rodillas y Le dice: «Señor mío y Dios mío. Tú mismo fuiste el mensajero. ¡Oh, amor sin límites! ¿Cómo pudiste rebajarte hasta mí, pobre pecador, y concederme esta gracia?».

Después de estas palabras enmudece lleno de arrobo, y de esta manera entra en Mi casa. Os podéis imaginar la felicidad de este hombre y su destino eterno medido según su amor. Terminamos esta escena y pasaremos a otra. Amén.

Fuente: Jakob Lorber - Más allá del umbral, capítulo 10

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