Señor me asombran Tus discípulos

«Señor, ¿por qué tienen tanto miedo, si ya han recibido muchas señales de que Tú eres el Señor de todos los elementos? Especialmente me asombran tus propios discípulos. Si Tú no estuvieses aquí, sería otra cosa. Señor, si quieres, dime por favor cuál es la razón por las que esto sucede».

«Se debe a que todavía no han abandonado el viejo mundo por completo», le expliqué. «Si se hubiesen librado totalmente de los temores antiguos, no volverían a tener miedo de nada, pues el Espíritu es tan fuerte que puede dominar la naturaleza entera. (...). El alma del hombre que va por el camino incorrecto se introduce en su carne; pero la del que va por el camino correcto se entrega a su espíritu, que siempre es uno con Dios, como la luz solar es una con el Sol. Cuanto más se compenetra el alma con la carne, tanto más toda ella se vuelve una con la carne que está muerta, y que sólo por cierto tiempo recibe su vida del alma.

Y si el alma continúa integrándose en la carne —de manera que acabe siendo carne— entonces se apodera de ella una sensación de destrucción, lo que constituye una característica de la carne; este sentimiento es el miedo que, finalmente, enflaquece e incapacita totalmente al hom bre.

Caso distinto es el del hombre cuya alma se ha entregado desde muy joven a su espíritu. Esa alma jamás sentirá una sensación destructiva. Pues sus sentimientos corresponden a la condición de su espíritu, eternamente indestructible. No puede ver ni sentir muerte alguna porque ahora es una con su espíritu eternamente viviente, el cual domina todo el mundo visible natural. Se comprende fácilmente que un hombre que no vive en la carne desconoce el miedo, porque donde no hay muerte tampoco hay miedo.

Este es el motivo por el que los hombres deben ocuparse de las cosas del mundo tan poco como les sea posible. Deben esmerarse en que su alma se vuelva una con su espíritu y no con su carne. ¿Qué provecho obtendrá el hombre si gana todo el mundo y pierde su alma? Este mundo que vemos ahora alrededor de nosotros, este mundo con sus magnificencias inconstantes, pasará a su debido tiempo como, igualmente, todo este cielo y sus estrellas: pero el espíritu permanecerá eternamente, así como cada una de mis palabras.

Es muy difícil ayudar a las criaturas que están intensamente integradas en las cosas del mundo. Piensan que su vida consiste en las cosas vanas del mundo, viven con un miedo cons- tante y, finalmente, son inaccesibles por la vía espiritual. Acercarnos a ellas por la vía de la ma- teria no les serviría de nada; favoreceríamos por el contrario su juicio y, con él, la muerte del alma.

Los hombres mundanos que quieran salvar su alma deben poner todo su empeño en ello, renunciando a todas las cosas mundanas que les agradan. Si lo hacen con gran aplicación y mu- cho celo, se salvarán y entrarán en la vida verdadera. Pero si no lo hacen, no se les podrá ayudar sino mediante grandes sufrimientos que les enseñen a despreciar el mundo y sus fastos, a volverse a Dios y, de esta manera, a empezar a buscar su Espíritu en sí mismos, uniéndose más y más con Él. Te digo que la felicidad del mundo es la muerte del alma. Yara, ¿lo has comprendido todo?».

Fuente: Gran Evangelio de Juan, tomo 2, capítulo 132. (GEJ 2.132)

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