El milagro de la multiplicación de los panes y los peces

Llegado el atardecer, los discípulos se me acercaron y dijeron: «Señor, estamos en el desierto y ya es tarde. Como vemos que nadie tiene nada que comer, te sugerimos que digas a la gente que vaya a comprar comida a los pueblos».

«No es necesario», les respondí, «dadles de comer vosotros. Para beber tienen abundante agua pues aquí hay muchos manantiales».

Los discípulos, algo sorprendidos ante mis palabras, respondieron: «Señor, no tenemos más que cinco panes de cebada y dos pescados fritos. ¿Qué es eso para tantas gente?».

«¡Traédmelos!», les dije.

Mandé a la multitud que se echara sobre la hierba, tomé los cinco panes y los dos pescados y, alzando los ojos al cielo y dando gracias al Padre, partí los panes y se los di a los discípulos para que los repartiesen entre la gente, apartando los pescados y algo de pan para los discípulos.

Y todos comieron y se saciaron. Con las sobras llenaron doce grandes cestas de las que se llevaban en bandolera. Y los que comieron fueron unos cinco mil, sin contar mujeres y niños.

Se puede entender fácilmente que esta comida, que duró más de una hora, produjo un gran asombro entre la multitud, que decidió nombrarme Rey suyo.

Pero como Yo adiviné su intención, mandé a los discípulos que subieran inmediatamente a la barca y que me esperaran en la otra orilla mientras Yo despedía a la muchedumbre. Lo hice para evitar que llevara a cabo su plan, puesto que algunos hombres ya estaban hablando con los discípulos para poner en práctica su idea por el inmenso agradecimiento que me tenían. Pero nadie se atrevía a acercarse a Mí.

Al mandar que los discípulos se fueran, interrumpí los arreglos de la muchedumbre con ellos. Así que cuando ya noche embarcaron a la luz de la Luna, la muchedumbre desistió poco a poco de su plan. Una vez adentrados en la mar, Yo despedí a toda la gente, que se fue voluntariamente.

Entonces subí a un monte cercano para estar solo y orar con el deseo de unir mi naturaleza humana más íntimamente con el Padre. Allí, estando solo, pude ver con mis ojos físicos, a la luz de la Luna, como la barca de los discípulos era azotada en medio de la mar por las olas que levantaba un fuerte viento contrario.

Fuente: Gran Evangelio de Juan, tomo 2, capítulo 95, recibido por Jakob Lorber
https://jakoblorber.webcindario.com/audiolibro/Libros/Gran%20Evangelio%20de%20Juan/Gran%20Evangelio%20de%20Juan%2002.htm#c95

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