Un matrimonio en el Más Allá

Todavía dirigiéndose a los visitantes, el guía continúa: «Allí se encuentra la pareja en cuestión; precisamente llegamos en el momento justo».

«¿Qué tiene de particular este matrimonio?».

«La mujer murió apenas seis años antes que su marido. Él se afligió mucho, pero al correr del tiempo se entregó con ardor a la religión y vivió una vida acorde con sus nuevos sentimientos. También ahora ha sido llamado de la Tierra y hace muy poco que llegó aquí.

Esto como introducción; lo demás ya lo veréis.

Ya hemos alcanzado a la pareja. Escuchad, porque ella ya le está dirigiendo la palabra».

«¡Cuánto me alegra verte después de tanto tiempo!», dice la mujer. «Y supongo que en el futuro ya no nos separará ninguna muerte. Pero ante todo dime si se cumplió minuciosamente mi última voluntad, porque me importa mucho saberlo».

«Para que veas, querida, que he cumplido escrupulosamente con todo, te digo que hasta en mi última voluntad no hice sino confirmar la tuya, salvo algunos legados insignificantes. Por lo demás, toda nuestra fortuna, la cual aún pude aumentar considerablemente, la han heredado nuestros hijos. ¿Te parece bien?».

«Me parece muy bien, salvo eso de los legados. Dime, ¿de cuánto se trataba y a quiénes los hiciste?».

Responde el marido: «El total no supone más de dos mil florines. Los dividí en cinco partes y cuatro los legué a tus parientes. Sólo dejé una quinta parte a la casa de caridad. Pero ni siquiera habría obrado así si, cuando vivías, no me hubieras insinuado alguna vez que me acordase de tu parentela.

Y por lo que se refiere a los pobres, ya sabes que hay que hacer algo por ellos: por el mundo y también porque esa es la Voluntad de Dios. Somos cristianos y no paganos.

Al lado de los ciento cincuenta mil florines que les quedó a cada uno de nuestros siete hijos, esta nimiedad de dos mil florines no tiene importancia. Además, todos nuestros hijos tienen una educación que les permite seguir una buena carrera. De modo que sobre el destino de tu fortuna puedes estar tan tranquila como yo.

Pero ahora, juntos tú y yo, podemos preocuparnos por otros bienes que tal vez nos permitirán estar aquí en condiciones al menos tan dichosas como las de la Tierra».

«Si los hijos están bien atendidos, entonces estoy conforme. Claro que con los dos mil florines cada uno hubiera tenido algo de efectivo en las manos, lo que les hubiera permitido iniciar algo sin necesidad de tocar los intereses que les produce el enorme capital. Como las cosas han sido así y ya no hay remedio, habré de conformarme.

Y respecto a lo que dices sobre otro capital que pueda servir aquí, yo, tu esposa que desde siempre te ama fielmente, te insto a que te quites de la cabeza tales ideas estúpidas. Hace ya seis años que ando errante en este desierto tan árido y oscuro afligida y preocupada; tengo un hambre que no veo y para calmarla no hay otra cosa que una especie de musgo».

«Pero, ¿acaso no tienes ni la menor idea de por qué has llegado a este lugar tan lúgubre? Yo diría que ha sido tu orientación, tan mundana, la que te ha traído aquí. Siempre fuiste muy despabilada, ahorrativa y, en todas los asuntos mundanos, muy respetable y decente. Sólo que siempre tuviste manía al verdadero cristianismo. A veces lo criticaste violentamente y sólo querías atenerte a la sagacidad y filosofía del mundo.

Cuántas veces te dije que si en el Más Allá existía otra vida, suponía que de poco nos serviría en ella nuestra sabiduría mundana. ¡Que más valía que nos atuviéramos a la Palabra de Dios! Porque la vida pasajera de la Tierra era muy corta, mientras que si había una eterna, poco pintaríamos en ella con nuestras ideas temporales. Esas fueron las palabras que siempre te dije en toda confianza. Y ahora, con gran sorpresa por mi parte, veo que por desgracia se han confirmado. Por eso ya es hora que nos liberemos de todos esos pensamientos que nos han atado al mundo y que nos dirijamos a nuestro Señor Jesucristo para que nos conceda su Gracia. Porque si Él no nos ayuda, estaremos perdidos eternamente. Estoy penetrado de la certeza de que fuera de Cristo no hay en todo el infinito ni Dios ni Salvador para nosotros. Te digo que hubiera preferido dar toda nuestra fortuna a los pobres y que nuestros hijos fuesen mendigos. Seguro que esto nos habría proporcionado aquí una bendición mayor que la preocupación mundana por su sustento. Por ello, ¡dirijámonos ahora exclusivamente a Cristo para que perdone nuestra insensatez!».

La mujer se queja: «¡Ya pensaba que ibas a traer tus ilusiones religiosas hasta este mundo! ¿Qué de malo hemos hecho tú y yo en la Tierra? ¿No fuimos siempre justos con todos? ¿Acaso hemos dejado a deber algo a alguien? Si realmente hubiera un Dios o, como tú dices, un Cristo, menuda injusticia sería la suya agradeciéndonoslo todo con las condiciones que hemos encontrado aquí. Si realmente hubiera un Dios, ¿cómo podría tomar a mal que una no pudiera creer fábulas tan ridículas y sin sentido? Y si el género humano le hubiera importado algo, ¿cómo se manifestó sólo en un marco tan limitado, estando habitada toda la Tierra?

Los demás pueblos pueden decir con razón: “¿Cómo quieres cosechar donde no sembraste? ¿Cómo quieres juzgarnos a nosotros? ¡Dirígete a aquellos que te han visto y entre los que has predicado y júzgalos a ellos! Si quieres ser justo en tu juicio, entonces ¡déjanos salvos a nosotros que nunca te hemos visto! Pudimos contemplar la naturaleza entera mientras vivimos en el mundo, pero de ti, ¡ni rastro! Llegamos al mundo producidos por las fuerzas de la naturaleza y sólo los sabios nos lo han explicado todo, porque a ti ni te vimos. ¿Cómo quieres ahora discutir con nosotros, si nunca quisiste darnos testimonio alguno ni de tu identidad ni de tu existencia?”.

Esto, mi amor, es más claro que el sol del mediodía, aunque no lo aceptes de momento porque todavía llevas demasiado poco tiempo aquí. Para expresarte mi amor y mi fidelidad, clama a tu Dios o Cristo tanto tiempo y tan fuerte como quieras, incluso en mi presencia: te garantizo que con el tiempo reconocerás claramente que yo lo veo todo con más claridad con mi inteligencia natural que tú con tu presunta sabiduría espiritual.

La Biblia no hace sino torcer la mente de los hombres. Si hubieran tenido el valor de eliminar ese repertorio de estupideces y reemplazarlo por la pura razón humana, la cultura del mundo estaría cien años más adelantada. ¡Quién sabe por qué consideraciones este antiguo chisme está todavía en circulación! ¿Cuál es la consecuencia? ¿Dónde se encuentra la mayoría de la gente mala, descuidada y pobre? ¡Precisamente allí donde circulan la Biblia y la nueva doctrina cristiana! Ve a Roma, a España o a Inglaterra y verás mis afirmaciones confirmadas.

Los hombres empiezan a confiar en Dios y, contando con su ayuda, empiezan a holgazanear. Como no llega ayuda, empiezan a empobrecerse. Aunque no digo que se vuelvan ladrones, sí se vuelven una carga para la gente diligente.

Por todas partes hay voces que insisten: “¡Dios es bueno! ¡Dios os ama! ¡Dios es misericordioso!”. Pero es evidente que los mendigos morirían si la gente aplicada y trabajadora no los sustentara.

A la clerigalla ociosa le resulta fácil hablar de un Dios misericordioso, a costa de la gente proba y activa, y por eso bien situada. Si no fuera por la gente trabajadora, semejantes prédicas acabarían mal. Si tales alborotadores supieran qué es lo que ocurre en el Más Allá, seguro que predicarían de distinta manera o se olvidarían de los hueros sermones para manejar un arado, que es más productivo.

Puede que haya un Dios que maneje todo el universo, pero no puede existir uno como el que enseña la Biblia judaica».

«Oh, mujer, ¡tus pensamientos están horriblemente extraviados! Porque he leído en escritores inspirados por Dios que los espíritus infernales hablan precisamente de la misma manera como tú me hablas ahora. Puedes estar segura de que esa es la razón por la que te encuentras en esta noche eterna. ¡Te digo que empiezo a preocuparme por ti, porque veo que con semejantes principios estarás perdida para siempre! Si realmente no quieres aceptar ideas mejores, ¡entonces me veré obligado a abandonarte para siempre!».

«¿Serías capaz de hacerme esto a mí, a tu mujer fiel que te ama infinitamente? ¡Te digo que yo no sería capaz de hacerte algo parecido, aunque fueras condenado al infierno! Yo no te abandonaría en el fuego, ¡y tú quieres hacerlo por mi manera lógica de razonar! Desde luego eres libre de exponerme tus ideas, ¡pero no me vengas con estupideces!

Sígueme a otro sitio donde estaremos mejor que aquí, y allí, en una sociedad mayor, sabrás a lo que hay que atenerse».

«En manera alguna quisiera abandonarte, querida, porque para eso te amo demasiado. Por eso te seguiré a dónde me lleves, pues veo que pese a toda tu ignorancia sobre la verdadera religión sigues teniendo un corazón leal. Sigues siendo mi amada a quien no tengo nada que reprochar, salvo que no puedas adoptar mi punto de vista.

De modo que si conoces de un lugar mejor en este reino de la oscuridad, llévame a él y ya veremos lo que se puede hacer».

A eso el guía dice a los visitantes: «¿Veis?, los dos se van cogidos del brazo y nosotros les seguiremos de cerca para ser testigos del resultado que semejante relación puede producir.

No os extrañéis si vuestra vista es sometida a prueba porque el camino nos lleva hacia el norte, donde cada vez hay más oscuridad. Pero aun así tendremos suficiente luz para que no se nos escape nada. ¿Todavía no oís ninguna voz a lo lejos?».

«Sí, se oye algo», responden los visitantes. «Pero no parecen ser voces humanas, sino más bien el ruido de muchos carruajes y también el estrépito producido por un salto de agua. ¿Qué puede significar todo eso?».

«A ver si allí lejos distinguís un ligero resplandor como él de un hierro al rojo. Allí es donde nos espera un buen espectáculo.

Como nos estamos acercando, el fragor extraño se transforma en ruido de voces humanas muy broncas. Parémonos ahora, porque el conjunto se dirige hacia aquí. También nuestra pareja -que tanto se quiere- se ha detenido».

A él, evidentemente, le entra miedo ante lo que viene y quiere dar media vuelta.

Pero ella le coge del brazo y le dice: «Te ruego por todo lo que te quiero que me hagas caso tan sólo una última vez. Porque aquí tendremos la suerte de que sabrán explicarte hasta qué punto tengo o no razón».

«¿Qué es lo que se nos está acercando? ¡Me horroriza!».

«¿Es posible que me preguntes qué es? Todos son hombres muy pensadores, como podrás ver enseguida».

El guía comenta ante los visitantes: «Mirad como el hombre cede y espera a la cuadrilla de pensadores. Ya están cerca y nuestra pareja, por cortesía, se acerca a ellos.

Ya están frente a frente y todos se saludan muy amablemente.

Ahora sale uno de en medio de la cuadrilla -una figura masculina muy escuálida- y se dirige a la pareja. La mujer le recibe con mucho cariño. Y su marido hace una gran reverencia ante él. Escuchad, porque la figura va a tomar la palabra».

«Apreciada señora, nos alegramos de su visita porque su inteligencia y su comportamiento nos honran. Si tiene un deseo, no dude en comunicárnoslo».

«Mire, el hombre que me acompaña es mi querido marido de nuestros tiempos en la Tierra. Su comportamiento siempre fue perfecto, por lo que nuestro matrimonio resultó uno de los más felices; siempre sabía adelantarse a mis deseos.

Pero hay un punto cardinal en el que nunca llegamos a un acuerdo; por eso le ruego que usted le de algunas explicaciones que le curarán para siempre».

«Oh, señora, usted es demasiado amable y será una honra para mí servirle. Por eso, ¡explíquese!».

«Su amabilidad y su modestia me dan valor. El problema clave es que mi marido era estudioso de la Biblia y, por consiguiente, cristiano. Se entregó a esa secta porque fue de origen pobre, por lo que ya desde la cuna le arrullaron con esa antigua filosofía de frailes mendicantes. Usted sabrá mejor que yo lo difícil que resulta quitarles a estas gentes sus estúpidas y enraizadas ideas; él piensa hasta en abandonarme para seguir al tal Cristo.

¡Estas son mis preocupaciones y por eso le ruego que se interese por mi pobre marido!».

«Si no es más que eso, pronto habrá remedio en este país de la verdad desnuda», dice la figura, que tiende al marido la mano preguntándole: «¿Es posible que sea verdad lo que su amable esposa me esta diciendo tan preocupada?».

«Amigo», responde el marido, «tengo que confesarle abiertamente que en este punto nunca estaremos de acuerdo, pese a que la aprecio profundamente. Sea lo que fuere, estoy decidido a quedarme eternamente con mi fe en Cristo. Este nombre siempre me trajo consuelo y siempre fue la estrella que me guió. Si alguna vez he padecido, seguro que es por no haberme atenido a Cristo con la suficiente firmeza. Y si después me he atenido a él, siempre me ha ayudado como una palabra mágica.

Usted, pensador y sabio, reconocerá que sería insensato por mi parte separarme de un bienhechor semejante, y precisamente ahora que -a lo que me parece- le necesito más que nunca. Por eso le digo que no vale la pena que usted intente que cambie de idea. Ya hace demasiado tiempo que he sido esclavo incondicional de los encantos de mi mujer. Cuando en nombre de Cristo, mi Señor, dejó la Tierra atrás, aprendí a prescindir de ella y espero que aquí ya no me comprometerá. Si quiere seguirme, que me siga, pero nunca daré mi Cristo a cambio de ella. Y si no está de acuerdo, estas palabras serán las últimas que hable en su presencia».

«Amigo mío», dice la figura escuálida, «con mucha paciencia he escuchado sus argumentos y sólo puedo darle mi más vivo pésame. Y para que sepa quién está hablando con usted le digo que soy el gran sabio Melanchthon (aquí la figura se sirve de una mentira) por lo que en la Tierra seguramente habrá oído hablar de mí».

«Pues sí, pero ¿qué me quiere decir con ello?».

«Sólo que yo sé ciertamente mejor que usted quién ha sido Cristo. Porque hasta el fin de mis días en la Tierra trabajé con gran aplicación en la “viña cristiana” y no me hubiera importado afrontar serenamente la muerte por Cristo. Purifiqué la doctrina romana y la luterana de toda escoria y viví escrupulosamente según esta doctrina. ¿Cuál es el resultado? Si me mira, ya no harán falta más comentarios. Como usted es inexperto en este reino de las fuerzas centrales básicas, aún no sabe cómo andan las cosas por aquí. Pero cuando -famélico- haya experimentado esta noche eterna durante algunos decenios y su cabeza esté despejada de todas esas tonterías mundanas, ya cabrán en ella conocimientos más sólidos y fundados que los de ahora».

«Amigo, si sobre el particular tiene experiencias tan fundamentadas, ¿por qué no me las explica?», insinúa el marido. «Si acaso no me convencen, tampoco pierdo nada».

La figura escuálida está de acuerdo y continúa: «Pues bien. Primero fíjese en los frutos que el cristianismo ha aportado a la Tierra. Mientras los romanos se atuvieron a su filosofía divina, fueron un gran pueblo. Todas sus obras eran sabias, por lo que aún hoy día sus principios jurídicos son la base de todas las leyes del derecho constitucional y público. Pero al pueblo romano le sobrevino la muerte cuando se introdujo el cristianismo. De modo que donde en su tiempo residió el pueblo más grande y más heroico, ahora zanganea una clerigalla perezosa que sólo lleva en sus manos el rosario.

¿Qué pasó en la preciosa España? Piense en los antiguos tiempos de esta nación y luego vaya a la Edad Media: no se le ocultará que con toda las “bendiciones” cristianas miles y miles se desangraron y otros cientos de miles fueron brutalmente quemados en hogueras.

Viaje desde allí a América y la historia le ofrecerá una inmensidad de frutos tristes e increíbles de la “bendición” cristiana. Y después vuelva a mi época, a la guerra religiosa de los Treinta Años.

Usted ha de tener una venda en los ojos si no ve a primera vista la diferencia entre el cristianismo y la verdadera sabiduría de los pueblos antiguos, experimentados y pacíficos. Le digo que todas estas degeneraciones del cristianismo, o sea, del neojudaísmo, aún podrían explicarse argumentando que todos ello es verdad pero que eso no fue lo que Cristo enseñó, de modo que él tampoco puede ser considerado como culpable de las consecuencias funestas que acarreó la divulgación de su doctrina, pues la misma fue pura y sumamente humanitaria. Mirándolo así, todo suena distinto y por eso yo mismo fui un defensor celoso del cristianismo. Pero precisamente de esta manera conocí el veneno que contiene esta doctrina: la evidente incitación a la pereza y a la inactividad. El hombre, que de por sí tiene una inclinación innata a la pereza, encuentra en esta doctrina la mejor justificación para su vicio, pues le insinúa que no aspire sino a cierto reino espiritual donde las palomas asadas vienen volando a la boca. Mírelo como que quiera, sobre el cristianismo no sacará más de lo dicho. A no ser, a lo largo de los siglos y en un estado de lucidez mayor como el mío, algunas experiencias espirituales que adquirirá aquí.

Apreciado amigo, basta de ejemplos por ahora: usted puede hacer lo que quiera. Le aseguro que siempre seré amigo suyo y me encantaría que nos volviésemos a ver dentro de algunos siglos».

La figura escuálida se despide del hombre y se marcha junto con su cuadrilla, dejando plantada a la pareja. Ambos siguen reflexionando sin moverse.

Ella pregunta a su marido: «¿Qué dices ahora?».

«Pues que poca cosa podemos sacar de eso. O este hombre tiene razón, y entonces todo está resuelto sin más, o está equivocado y yo mantengo mis ideas, con lo que tampoco hay nada que discutir. La cuestión de si tiene razón o no, no tiene solución inmediata. Mi propia experiencia me lo enseñará con el tiempo».

«Pero querido, ¿acaso me tomas por una mentirosa y a este hombre tan digno por embustero? Los humanos sólo se sirven del engaño y de la mentira si con ellos pueden sacar ventajas. ¡Pero aquí no se puede ganar ni perder nada! Sólo a quienes andan en grupo les costará más alimentarse que a quien anda solo, porque si este último encuentra algún trozo de musgo para tener algo en el estómago no tendrá que repartirlo con nadie».

Él pregunta: «¿Qué me quieres decir con eso?».

«Sólo que a mí y a este hombre docto nos habría resultado más fácil dejarte con tu creencia -con lo que te habrías ido, un consumidor menos- que querer engañarte insistiéndote en que abandones tu fe bíblica, tan desgastada. Sin embargo te hemos expuesto la verdad más pura, una verdad que no hubiera imaginado ningún mortal en la Tierra, y menos aún un estudioso de la Biblia y cristiano como tú.

¿Por qué dudas todavía? ¡Sé razonable! Como aquí nadie puede aventajar a otro, la mentira y el engaño se destruyen por sí solos. Créeme, lo que me une contigo no es sino mi amor, la única ventaja aquí posible. Pero si te obstinas en tu manía, para mí esta ventaja queda anulada. Para que ambos podamos ser felices, nuestras mentes y nuestras ideas tendrán que coincidir en todo. Si no hay manera de establecer esta armonía, entonces reconozco francamente que seré más feliz vagando completamente sola sin ti, que en tu vana compañía. Más no te puedo decir por tu propio bien, a no ser que te amo con toda lealtad y que siempre te amé. Por eso removí ahora Cielo y Tierra para demostrarte mi amor y mi fidelidad. Sin embargo tú -que nunca me amaste- estás dispuesto a abandonarme para siempre por tu pasión excéntrica.

¡Y ahora decide lo que quieras!».

El hombre empieza a rascarse la oreja y, tras un rato contesta a su mujer: «Tus palabras me confirman que me quieres verdaderamente. Pero si en este reino de los espíritus tan oscuro no se puede ganar ni perder nada con la mentira y el engaño, no veo por qué quieres imponerme a todo trance una supuesta verdad con la cual, al fin y al cabo, no conseguiremos más que con mis ideas, que ambos queréis quitarme. Por eso digo que si tu amor hacia mí es realmente tan intenso como acabas de explicarme, entonces podrías seguirme como yo a ti; a no ser que en tu camino hacia la verdad ya hayas encontrado algo mejor. En ese caso te seguiré voluntariamente para convencerme si tu verdad prevalece sobre la mía. Y si no es así, entonces de todos modos da igual a dónde vayamos.

Soy consciente de que en el mundo fuimos cristianos sino de nombre. Sí, leímos el Evangelio, pero nunca vivimos de acuerdo con él, y siempre actuamos según a nuestro entendimiento e intentando cómo conseguir ventajas. Nunca actué según la doctrina de Cristo, y tú menos todavía.

El Evangelio dice: “Ama a Dios sobre todo y a tu prójimo como a ti mismo”.

¿Acaso lo hemos hecho alguna vez? Si pregunto a mi corazón, este me dice que el amor a Dios siempre le ha sido desconocido. Y tú no creías ni siquiera en Dios. De modo que a tu corazón ese amor tan importante le tiene que resultar aún más extraño.

También dice el Evangelio: “Quién quiera entrar conmigo en la Vida, que cargue con su cruz y me siga”.

Dime querida, ¿cuándo lo hemos hecho alguna vez? Yo, por mi parte, nunca llevé una cruz y tú menos aún. Nuestra única cruz fue nuestra preocupación mundana por nuestros bienes.

Y luego el Señor habla al joven rico: “Vende todos tus bienes mundanos y reparte todo entre los pobres. Luego, sígueme y tendrás la Vida eterna”.

Y a sus discípulos les dice: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de los Cielos”.

¿Sabes?, a mí me parece que aquí mismo estamos sufriendo las consecuencias de estas palabras tan significativas.

Luego se lee en la Escritura que el Señor invitó a muchos a un almuerzo, pero los invitados no podían venir debido a los muchos compromisos mundanos que tenían. ¿No te parece que nosotros también hemos sido invitados muchas veces? ¿Cuántas veces aceptamos la invitación? Si ahora nos encontramos en este lugar oscuro donde hay llanto y crujir de dientes, nos lo tenemos que atribuir a nosotros mismos.

Es evidente que esta región está reservada a todos aquellos que no tienen fe en el Señor, razón por la cual tus amigos venerables, tú y yo nos encontramos en ella. Si a todos nosotros no nos ayudan ahora el gran Amor y la gran Misericordia de Cristo, estoy convencido que todos los infinitos, repletos de Melanchthones y sus “verdades”, poco nos podrán ayudar.

De modo que si realmente conoces algo mejor, te seguiré para que veas que también yo te amo. Y eso sin imponerte mis principios, pese a que tú continuamente quieres imponerme los tuyos».

La mujer insiste: «Puedes decir lo que quieras porque de todos modos tengo razón. Aunque de momento aún no te puedo asegurar nada, cuando, siguiendo mi intuición, continué el camino de la derecha durante mucho tiempo, llegué a un río muy ancho en el cual, tras una montaña, vi un ligero resplandor parecido al de la aurora. Si hay manera de cruzar ese río, estoy convencida de que al otro lado encontraremos una región más clara que la de aquí».

«Pues bien, ¡llévame allí!».

El guía comenta: «¿No os parece que ya hace rato que seguimos a la pareja y ni oímos ni vemos nada?».

«Pues sí», le responden sus visitantes, «no hay ni rastro del resplandor anunciado. ¿Es posible que la mujer le haya mentido realmente?».

«Tened aún un poco de paciencia. De momento fijaos en la propia pareja ¿Os dais cuenta de que ella se anima cada vez más, mientras que él cada vez está más y más preocupado?».

«Es verdad. ¿Por qué?».

«Resulta más que evidente», responde el guía, «ella se está acercando al elemento que es el objeto de su amor, por lo que cada vez está más contenta, mientras que a él ocurre lo contrario.

A él le pasa algo parecido al amor mitológico por las sirenas. Mientras el enamorado contempla la sirena encantadora desde su esfera, sigue encantado y un abrazo de la venerada le parece el non plus ultra. Pero cuando se acerca a la adorada y esta le abraza y le arrastra a su elemento, en seguida su embrujo se convierte en espanto y le hace pasar angustias mortales.

Igual ocurre aquí. Pero ya se oye una especie de estrépito muy lejano».

«Sí, suena como el bramido de unas cataratas. ¿Qué será?».

«Se trata de aquel río bravo que ya conocisteis en la región del norte. Continuemos y pronto estaremos allí».

«¿Y esa especie de fulgor?», preguntan los visitantes a su guía.

«Ya lo veréis cuando estemos delante del río. De momento fijaos en el suelo que pisáis pues sólo nos quedan unos pocos pasos. Ya estamos; al fondo podéis ver un resplandor rojizo parecido a un gran incendio».

Mientras tanto la mujer vuelve a tomar la palabra: «¿Qué dices ahora, querido? ¿Tuve razón o no? Aquí tienes el río y un resplandor precioso. Pero por aquí no podremos llegar al otro lado. Así que continuemos a lo largo del río. ¿Ves?, la luz está aumentando».

«Es precisamente esa luz la que me resulta muy sospechosa. Me parece como si detrás de la montaña hubiera una ciudad en llamas. Por ello continuaremos hasta que quede claro de donde procede. Pero guardemos una buena distancia de seguridad, porque uno no debería aventurarse en algo que no es afín a su naturaleza».

«¡Qué tonterías estás diciendo! ¡Cómo se nota que en el mundo no te interesaste por los efectos fundamentales de las fuerzas de la naturaleza! Pero se nos acercan dos sabios de esta región. ¡Vamos a su encuentro! Si estás dispuesto a entablar conversación con ellos, seguro que sacarás mucho provecho».

«Siempre fui amigo de conversar con hombres sabios», responde el marido, «¿por qué no iba a quererlo ahora?».

A continuación se acerca a ambos y hace una profunda reverencia ante el más importante.

Este le responde con un saludo más que seco y le pregunta: «Vosotros, gentuza de la noche, ¿quién os ha indicado el camino hacia esta región luminosa?».

El marido le responde: «Respetable amigo, sólo hace pocos días que he llegado a esta noche tan oscura y mi mujer ya hacía unos seis años que se encontraba en ella. Ella sabía de esta región luminosa y como yo no aguantaba en aquella oscuridad, no me ha quedado más remedio que seguirla aquí».

«¿Te atreves a decir una cosa así, siendo un hombre, en este lugar donde los hombres que necesitan mujeres que los guíen tienen el mismo prestigio que los monos?».

Inmediatamente después de criticar al marido de esta manera, el extraño sabio se dirige a la mujer: «¿Esto ha sido realmente obra tuya?».

«Pues sí, para vergüenza mía he de reconocer que mi marido -por lo demás muy cariñoso- hubiera preferido por veneración hacia el filósofo judío que usted conoce muy bien, permanecer durante cien años en aquella oscuridad en vez de hacer caso al gran sabio Melanchthon y emprender los caminos de la luz».

«Apreciada señora, aunque es usted digna de lástima por eso, merece todos los elogios por haber hecho todo lo posible para llevar al buen camino a un hombre realmente atolondrado. Espero, señora, que no lo tome a mal, pero cada vez que en esta época ilustrada oigo algo de la tan ajada filosofía cristiano-judaica, me pongo fuera de mí».

El sabio se dirige de nuevo al marido: «¿Es posible que sea realmente verdad lo que tu razonable mujer me ha dicho de ti?».

El marido está desconcertado y no sabe que responder. No quiere separarse de Cristo, pero le parece imprudente nombrarle ante ese hombre evidentemente muy sabio; por eso se calla.

Pero el sabio insiste: «Querido amigo, me parece que ha llegado la hora que quedes libre de tasas».

«No te comprendo».

«No me extraña que no me comprendas. La exoneración de tasas fue una sabia costumbre de los antiguos griegos y romanos: mantenían gratuitamente a los mentecatos. También a hombres de tu condición se les concede en la época actual diplomas de bufón gratuito, lo que les facilita el internamiento en un manicomio de categoría.

Pero el asunto no te resultará desconocido pues en tus tiempos te estaba confiado un cargo público. ¿Comprendes ahora?».

«Desafortunadamente, sí», responde el marido. «Pero después de haberme dirigido a ti con suma educación, séame también a mí permitida una pregunta: pese a toda tu sabiduría, ¿quién te ha dado el derecho a tratarme tan groseramente?».

«Amigo, que te haya tratado con un poco de aspereza, ha sido un favor que te he hecho, un privilegio que debes únicamente a tu mujer. De no ser por ello, te habría tratado como a cualquier cristiano estúpido: de manera tal que se le pasarían las ganas de volver a una región lúcida como esta por toda la eternidad.

Pero si quieres entrar en razones al igual que tu mujer, y si puedes convencerme de que realmente te arrepientes de la antigua insensatez mundana que te ha traído a estas oscuridades, entonces te llevaré a un centro de enseñanza superior donde, si no eres demasiado testarudo, podrás aprender ideas mejores».

El marido no se esperaba algo así. Por ello responde con gran humildad: «Apreciado amigo, si es así, te ruego que me lleves. Siempre fui en el mundo un estudiante muy aventajado; así que supongo que no seré en tu escuela uno de los últimos».

«Bueno, estás admitido», responde el sabio. «Pero te advierto que si no progresas adecuadamente, el cuerpo docente te expulsará y tendrás que volver a tu noche original. Pero si, por el contrario, estudias con mucha aplicación, podrás contar con la estimación correspondiente.

Te aconsejo que no menciones allí tu anticuada filosofía judeocristiana porque correrías el riesgo de que en el instituto se rieran de ti a carcajadas. Y ello sería una mala señal pues los ilusos no son aptos para al estudio de altas ciencias, las cuales requieren pensadores objetivos».

La mujer se echa a sus pies y, con palabras lisonjeras, le agradece el privilegio.

A eso el sabio le responde: «Apreciada señora, le digo que entre muchos miles o más bien millones de esta clase de sonámbulos, su marido le debe este privilegio sólo a usted. ¡Síganme!».

Para seguir al sabio, la mujer coge a su marido del brazo y le pregunta mientras caminan: «¿Qué dices ahora? Espero que reconozcas que aquí las relaciones son bastante distintas de como las habías imaginado en la Tierra».

«Es más que evidente. Pero cosa distinta es si son más favorables. Te digo francamente que todo este asunto me parece todavía algo sospechoso. Bueno, pronto sabremos qué acabará este intento.

Se lee en los textos del apóstol Pablo : “Examínalo todo y guarda lo bueno”. Y así lo haré, aunque me temo que de este examen saldrá poco provecho. Porque esta luz que se vuelve cada vez más deslumbrante -como si la produjera una ciudad que arde- poco se presta para examinar y guardar algo bueno. Pero ya veremos. Mira, allí al fondo el río parece volverse incandescente y se disuelve en una neblina encendida. Es como si nos acercáramos a un mar de fuego que consume al río».

«Pues sí, querido mío, aquí se trata de llegar a conocer las fuerzas básicas activas. Por supuesto resulta algo más espectacular que cuando un alumno estudia en la Tierra las obras de algún autor romano ante el pobre resplandor de una lamparilla».

A continuación llegan a una pequeña barca amarrada en la ribera y el sabio los invita: «Si para el bien de vuestra felicidad queréis seguirme, entonces entrad en la barca. Y, siguiendo el curso del río, vayamos a los campos elíseos de luz».

La mujer sube con mucha agilidad. Pero su marido vacila y se rasca la oreja y, más bien por no dar un escándalo, también sube.

Nada más soltar la barca, la misma sigue la dirección de la corriente con la rapidez de una flecha.

El guía informa a los visitantes: «No nos cuesta nada mantener la misma velocidad que ellos. Ahora se ve que las aguas que llevan la barca adoptan un color rojo cada vez más intenso hasta que desembocan en un barranco. Adelantémonos a los navegantes y pasemos por encima de la montaña para esperarlos en la desembocadura del río. Pero no os asustéis porque aquí también nosotros estamos “exentos de tasas”, pues todos los horrores que veréis no podrán perjudicarnos.

Ya estamos. Pero observo que pese a mi advertencia estáis asustados».

«Pues sí», reconocen los visitantes. «Porque vemos que el río, incandescente a todo lo ancho, se precipita en un lago de llamas vivas con estruendo atronador. ¿Qué significa todo eso?».

«Es el “instituto de enseñanza superior” antes nombrado, donde nuestro pobre hombre conocerá los efectos de las fuerzas elementales. ¡En realidad es el primer grado del infierno!

Ahora fijaos en el río porque acaba de llegar la cuadrilla. Él se lleva las manos a la cabeza y quiere saltar de la barca, pero la mujer le sujeta. Y la barca se precipita con los cuatro navegantes en las profundidades de la “escuela superior”».

«¿También nosotros nos meteremos ahí?».

«Ya os dije antes que conviene que conozcáis el fin de este caso en el que un corazón alimenta amor para dos. No tengáis miedo de las llamas porque no son sino la apariencia de lo infernal. Cuando lleguemos allí, las cosas tendrán otro aspecto. ¡Seguidme, pues, sin el menor miedo!».

Los visitantes aún están muy preocupados: «¡Pero entonces nuestro camino pasará por muchos escollos y precipicios!».

«Pues sí», les responde su guía, «¡así es! Pero eso es sólo lo que os parece a vosotros. Porque a aquellos cuya mente es afín a este lugar les resulta ancho y muy firme. Continuemos y en seguida llegaremos al lugar aparentemente en llamas. Mirad hacia abajo y las llamas empezarán a desaparecer».

«Vemos unas cuantas zonas al rojo vivo, pero sin llamas encima. ¿Acaso tendremos que andar sobre ese terreno?».

«Ya os he dicho que no os preocupaseis de eso», responde el guía, «porque no se trata sino de apariencias que manifiestan el estado anímico de quienes viven ahí. Las llamas representan la actividad de lo malo; la humareda que sube de ellas caracteriza la perfidia; y la incandescencia el egoísta amor inflexible. El resultado es la malvada actividad y la voluntad pervertida resultante de estas características.

Mirad de nuevo, ¿qué veis ahora?».

«Vemos que las llamas han desaparecido enteramente y que las partes incandescentes se agrupan en montones. Pero entre ellos no se ve sino la más oscura noche.

¿Dónde ha quedado el río incandescente que antes se precipitaba ahí?».

«El río también era una apariencia que simboliza la atracción de lo falso y cómo lo falso desemboca en lo malo. Y el abismo representa la profundidad de la maldad que trama planes espantosos para realizar sus malvadas invenciones.

Ahora que estáis informados, volvamos a seguir a nuestra pareja. Ya estamos a su nivel, es decir, en lo más profundo. Con vuestros ojos nunca podríais distinguir nada aquí, de modo que tendremos que servirnos de una luz propia, justamente la suficiente para vosotros, por supuesto sin que los demás puedan verla. No os apartéis de mí y no os acerquéis demasiado a la esfera de otros espíritus, a no ser que yo os lo indique.

Ya tenemos luz suficiente para examinar este lugar más detalladamente. ¿Qué veis?».

«Por la Misericordia de Dios», exclaman los visitantes, «¡qué lugar más horroroso! Todo lo vemos como si tuviéramos fiebre. No se hay más que arena y rocallas negras, entre las cuales salen de vez en cuando nubes de humo como las que se producen en la Tierra cuando se hace carbón en las carboneras. De momento no se ven seres de ninguna clase y da la impresión de que toda esta región esté desierta».

«Pues sí, también aquí se trata de una correspondencia: de la muerte. No muy lejos de aquí podréis ver algo parecido a una hoguera bastante grande. Nos acercaremos a ella. Ya estamos. ¿Qué veis?».

«¡Válgame Dios! ¿Qué puede significar esto? ¡Hay muchos hombres, unos sobre otros como sardinas en lata y, además, están atados al suelo con cadenas muy fuertes de manera que no podrán ni moverse! Nos parece que habrá gato encerrado en eso de la eterna libertad del espíritu aquí».

«Pues sí», confirma el guía, «en nuestra luz celestial es lo que parece a primera vista. Pero también se trata ahora de una manifestación que corresponde a la verdad de las cosas. En su sentido profundo esta imagen representa una sociedad cautiva de su propia falsedad y de la maldad que resulta de la misma.

Pero dejemos ya este montículo, porque ahí cerca ya hay otro bastante mayor. Ya estamos. ¿Qué os parece?».

«Bueno, no se diferencia mucho del primero, sólo que este tiene una forma más bien cónica y hay una gran cantidad de cadenas arrojadas sobre él, de modo que los seres están aplastados por su peso. No podemos ver ni una sola cara, porque todos la tienen mirando al suelo. ¿Acaso nuestra cuadrilla se encuentra en uno de esos montículos?».

«En seguida lo veréis. Allí hay un monte, ¡acerquémonos! Ahora que estamos cerca, ¿qué veis?».

«¡Por el Amor de Dios! ¡Más seres humanos apilados bajo de cadenas y rejas! ¡Y entre ellos se mueven cantidad de culebras y serpientes con sus nerviosas lenguas! ¿Qué puede significar esto?».

«Se trata de una sociedad cuya falsedad ya se ha convertido en pura maldad. Pero ¡continuemos! No muy lejos de aquí veis una montaña que no podréis abarcar de una sola ojeada, lo que tampoco hace falta porque cualquiera de sus partes reúne todas las propiedades del conjunto. Ya hemos llegado a las primeras estribaciones. Mirando de cerca, ¿qué os parece?».

«¡No se ven sino monstruos fulminados de todas clases, y sólo de vez en cuando el esqueleto desintegrado de un cadáver humano! ¿Qué puede significar esto?».

«Todo eso es consecuencia del amor propio que no conoce la indulgencia; y es la correspondencia del poder mundano, de la grandeza y de la riqueza, cuando sirvieron exclusivamente a fines egoístas».

«Amigo, somos conscientes de que, en tu esfera, estamos en el Sol espiritual. Pensábamos que en él no podría existir sino lo celestial. ¿Cómo es posible que también encontremos aquí el auténtico infierno?».

«Queridos amigos, al principio, cuando entrasteis en la esfera del Sol espiritual, ¿no os explicó el Señor mismo que lo espiritual es lo interior más profundo, lo que penetra todo al máximo y lo que todo lo abarca simultáneamente? Si esas son las propiedades de lo espiritual, entonces tienen que penetrar todos los planetas y hasta dónde lleguen los rayos del Sol natural. Y en sentido espiritual, infinitamente más lejos todavía. De modo que ahora no os encontráis en la esfera de vuestro Sol sino en la esfera muy particular de vuestro planeta. Así como todos los planetas reciben su luz y su calor del Sol natural, cuyos efectos los penetran enteramente, en el caso del Sol espiritual también nosotros -llevados por sus rayos espirituales- penetramos lo espiritual de sus planetas. Sabiéndolo, comprenderéis que por este camino espiritual también podéis contemplar perfectamente la naturaleza espiritual del infierno, en lo que se refiere a la esfera de vuestro planeta.

No debéis pensar que el Cielo y el infierno están separados por una extrema distancia, sólo sus condiciones son completamente opuestas. Un hombre de bondad celestial y otro de maldad infernal pueden sentarse en el mismo banco, pese a que uno lleva el Cielo dentro de sí y el otro el infierno. De todos modos, todo lo veis desde mi esfera y sólo tenéis que dar un paso fuera de ella para volver a encontraros en el mismo lugar por donde entrasteis.

¡Pero continuemos nuestro camino! ¿Os dais cuenta que la luz está cambiando? ¿Cómo veis ahora la montaña?».

«Es sorprendente. En vez de montaña vemos ahora a grupos de personas que siguen su camino. Vemos muchas clases variadas de viviendas con aspecto de tabernas sucias, otras parecen antiguos castillos lúgubres, todo a la luz de un resplandor rojizo».

«Así es. ¡Acerquémonos ahora a uno de esos castillos feudales!

Como ya estamos, entramos: el portal está abierto. Puesto que también aquí somos invisibles, vamos directamente a la sala principal. Las paredes están adornadas con los más diversos instrumentos de tortura y con armas homicidas. En el fondo, como en un trono, está sentado el castellano, deliberando con sus cómplices sobre la mejor manera de apoderarse de los bienes y tesoros de otro castellano vecino. Les ordena atacar el castillo en silencio absoluto, matar todo lo que tenga vida y apoderarse de todos los tesoros. Los cómplices cogen sus armas y se van a toda prisa.

Como aquí no hay nada más que ver, les seguimos igual de rápidos.

Ya están cercando el castillo en cuestión y empieza la horrorosa carnicería. Los malvados luchan ferozmente y descuartizan a todos los habitantes salvo precisamente a nuestra conocida cuadrilla, a la que se llevan atada. Sigámosles y veamos sus reacciones».

El marido dice a su mujer: «Serpiente miserable, ¡ahora te conozco! ¡Ya tenía un presentimiento que constantemente me insinuaba en secreto la clase de espíritu que te anima! ¡He aquí la escuela superior y la luz miserable que con tanta astucia has querido imponerme! El malvado profesor de este centro de enseñanza superior también es prisionero como nosotros. ¡Quién sabe qué suerte nos espera!».

«¿Cómo puedes pensar algo semejante de mí?», le pregunta su mujer. «¿Cómo puedes echarme a mí la culpa de esta desgracia imprevisible? ¡Sólo quería lo mejor para ti!».

«¡Calla!, ¡sólo a ti te debo estar ahora evidentemente en el infierno! ¡Entre tú y yo todo se acabó para siempre!».

Y con una jaculatoria el marido se separa de su mujer: «Mi querido Jesús que siempre fuiste mi esperanza, ¡sálvame de este cautiverio horrible! ¡Si fuera tu santa Voluntad, preferiría permanecer cientos de años en aquella región oscura para purgar mis pecados, en vez de quedarme un solo momento más todavía en este horroroso lugar que parece estar eternamente excluido de tu Gracia y Misericordia! ¡Oh Jesús, ayúdame! ¡Jesús, sálvame!».

Entonces se ven dos enmascarados que se acercan a la caravana. Llegan y se descubren: son ángeles punitivos del Señor. Cada uno lleva una espada llameante en la mano. Uno de ellos hace un gesto ante el castillo saqueado, y todos los seres descuartizados vuelven a recuperar su forma, quejándose del mal sufrido. El otro apunta con su espada al castillo del usurpador que, en el mismo instante, se enciende en llamas vivas. Se ven muchas figuras encendidas que salen gritando por puertas y ventanas maldiciendo a los dos ángeles punitivos.

Uno de ellos dirige su espada flamígera hacia la cuadrilla, y sus cadenas caen. El marido se echa a los pies de los ángeles y les ruega que le salven. Uno le coge de la mano y tira de él, pero la mujer se agarra a su marido y le insta a que no la abandone. De esta manera ella se deja arrastrar un buen rato.

Los ángeles se dirigen hacia arriba. Ya a una altura considerable el otro apunta a la mujer con su espada y la separa de su marido. Ella cae bruscamente y, gritando, vuelve a precipitarse en su elemento.

A su marido le llevan a la frontera preliminar del reino de los niños, donde todavía hay bastante oscuridad y escasez.

El guía comenta: «Habéis presenciado un ejemplo de salvación bastante llevadero; pero los hay mucho más penosos en diversidad y cantidad inimaginables, ejemplos horrorosos cuya sola descripción os pondría los pelos de punta. Así que volvamos ahora a nuestro punto de observación anterior y, desde allí, pasaremos a la región del mediodía.

Fuente: El Sol Espiritual, tomo 1, capítulos 35 al 39, recibido por Jakob Lorber.


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