Helena y el sanador judío
Historia basada en hechos de la vida real
En lo profundo de la antigua Grecia vivía Helena, una joven hermosa de 26 años. Había nacido en una familia pobre. Su padre era habitante de un pueblo llamado Zabulón. Helena era soltera y había luchado desde temprana edad para sobrevivir en un mundo lleno de desigualdades y dificultades.
A los trece años, tuvo una aventura con un hombre sensual que le dio dos libras de oro. Sin embargo, esa decisión la llevó a sufrir durante doce años y gastar las dos libras de oro, que equivaldrían actualmente a unos $60 mil USD en papel moneda. En esa época, por un penique de plata, se podía obtener más de lo que representa hoy un billete de $100 USD.
El dinero del hombre sensual la sacó de su miseria, pero pronto su felicidad se vio eclipsada por una terrible enfermedad. Helena empezó a sufrir constantes hemorragias que la debilitaron física y emocionalmente. Durante doce largos años, su vida se convirtió en un doloroso calvario, buscando alivio en cada rincón posible sin encontrarlo.
Todo el dinero que recibió lo invirtió en médicos y curanderos que prometían aliviar su sufrimiento. Sin embargo, ninguno de ellos pudo ofrecerle una solución a su enfermedad. Cada moneda gastada parecía ser un recordatorio constante de su desesperación y su dolor. Al final, se había gastado todo lo que tenía sin que le hubiera servido de nada, pues, en vez de mejorar, iba de mal en peor.
Un día, un rumor comenzó a extenderse por las calles de su pueblo. Se decía que había un hombre judío que tenía el poder de sanar a los enfermos y los afligidos con tan solo su palabra. Helena, desesperada por encontrar una cura, decidió buscar a este sanador, sin importar los peligros que enfrentara, viajó medio día de camino hasta el pueblo donde se encontraba el hombre bienhechor.
El sanador judío atraía a multitud de personas de todas partes. La plaza central del pueblo estaba abarrotada de enfermos, discapacitados y curiosos que esperaban ansiosos el paso del sanador.
Helena, temerosa pero decidida, se abrió paso entre la multitud a empujones, esquivando cuerpos y voces que clamaban por ayuda. Se acercó sigilosamente por detrás para no mirarle a los ojos, porque creía en la superstición popular que decía que un hombre judío podía hacer estéril a una mujer griega con solo mirarla fijamente a los ojos. Pero Helena pensaba en su interior: «Si tan solo alcanzo a tocar aunque sea su manto, me sanaré».
El corazón de Helena latía con fuerza mientras se acercaba al hombre que podría ser su última esperanza. Con manos temblorosas, extendió su mano y logró tocar el borde de su vestimenta.
Un susurro de alivio escapó de sus labios mientras sentía un calor reconfortante recorrer su cuerpo, después de haber tocado su manto. Helena notó que su salud había mejorado por completo. El flujo de su sangre se había detenido inmediatamente, y una gran calma se apoderó de su alma con respecto a su enfermedad. Percibió en todo su ser que estaba completamente sana.
Inmediatamente después, el sanador miró a su alrededor y preguntó a sus discípulos que estaban más cerca:
—¿Quién Me ha tocado?
Pero los discípulos casi se enojaron ante esta pregunta y dijeron:
—¡¿Ves cómo la gente te empuja y aún preguntas quién te ha tocado?!
—¡No es así! Porque aquel que aquí me tocó tenía una fe y una intención por la cual me tocó; porque he notado claramente que un poder ha salido de Mí.
Entonces Helena, a la cual el sanador no dejaba de mirarla durante la pregunta, se asustó al darse cuenta de que él sabía que ella misma había tocado su manto y la razón por la cual lo había hecho.
Se postró ante él, confesó todo libre y abiertamente, y le pidió perdón. Su miedo era tan grande que su cuerpo temblaba sin cesar, lo cual es comprensible teniendo en cuenta las razones brevemente expuestas anteriormente.
Sin embargo, el sanador la miró con dulzura y le dijo:
—Levántate, hija Mía, tu fe te ha ayudado. Vete ahora en paz a tu tierra, y estarás sana y libre de tu aflicción.
La mujer griega se levantó completamente feliz y alegre, y se fue a su tierra, la cual estaba a medio día de camino.
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