Los tres reyes magos


José estaba esperando al comandante ansiosamente. Ya era mediodía pero aún no había llegado.

Por eso José se dirigió al Señor: «Dios mío, te ruego que no permitas que me tenga que afligir de esta manera. Ya sabes que soy bastante viejo y por lo tanto también débil.

¡Fortaléceme anunciándome qué es lo que debo hacer!».

Apenas hubo terminado esta oración, el comandante se presentó en la gruta jadeante.

«Ahora mismo vuelvo de una marcha que he hecho hasta Jerusalén con una legión entera», dijo a José, «con el fin de descubrir algo sobre la caravana persa.

Coloqué espías por todas partes, pero sin resultado. Pero puedes estar tranquilo. Si se aproximan darán con algunos de mis guardias.

Y entonces le será difícil romper estas líneas y avanzar hasta aquí sin que los haya interrogado y examinado. Ahora mismo voy a volver a irme para aumentar la guardia. Al anochecer estaré de vuelta».

El comandante partió a toda prisa y, más sosegado, José alabó a Dios. «Podéis servir la comida», dijo a sus hijos, «y tú, Salomé, pregúntale a María si quiere comer con nosotros en la mesa o si prefiere que le llevemos la comida a su lecho».

En este momento María, con el Niño en brazos, salió de su tienda y dijo con buenos ánimos: «Como me siento bastante fuerte, tomaré la comida con vosotros en la mesa. Pero traedme el pesebre para el Niño».

El buen ánimo de María causó mucha alegría a José que por su parte escogió los mejores bocados para ella. Todos alabaron al Señor y comieron y bebieron con mucho apetito.

Apenas terminada la comida, se escuchó un gran alboroto delante de la gruta.

Joel salió y vio una gran caravana de persas con camellos de carga.

Llamando a su padre, exclamó: «Por Dios, ¡estamos perdidos! Mira, ¡los terribles persas están aquí con muchos camellos y un gran séquito!

¡Están montando sus tiendas de campaña en círculo alrededor de nuestra gruta y tres jefes adornados con oro, plata y piedras preciosas descargan sacos dorados, y parecen tener la intención de entrar aquí!».

La noticia asustó a José profundamente. Sólo con un gran esfuerzo pudo pronunciar las palabras: «Señor, ten piedad de tu siervo pecador, ¡ahora, sí, estamos perdidos!». María, a su vez tomó al Niño entre sus brazos y dijo con valor: «¡Mientras yo viva no me quitarán al Niño!».

Desde la gruta José y sus hijos observaron furtivamente a los persas para ver lo que hacían.

Al ver la gran caravana y las muchas tiendas montadas, José se afligió aún más. De nuevo empezó a implorar fervorosamente al Señor para que les salvara.

En este mismo momento el comandante, en montura de combate, se presentó con mil guerreros e hizo que se apostaran a ambos lados de la gruta.

Y el mismo comandante se dirigió a los tres magos para preguntarles el motivo de su visita y cómo habían podido llegar hasta allí sin que nadie les hubiera visto.

Los tres le respondieron al unísono: «¡No nos tomes por enemigos, pues ya ves que no llevamos armas con nosotros, ni abierta ni ocultamente.

Somos astrónomos persas y conocemos una antigua profecía en la que dice que en este tiempo les nacería a los judíos el Rey de los reyes y que una estrella indicaría el lugar de su nacimiento.

Y los que vieran esta estrella tendrían que seguirla porque allí donde parase se encontraría al Salvador del mundo.

Estrella visible aun durante el día

Ved la estrella que incluso a la luz del día es visible para todos encima de este establo. Ella ha sido nuestro guía y puesto que se ha parado aquí, hemos llegado al lugar donde se encuentra la maravilla de las maravillas: un niño recién nacido, el Rey de los reyes, el Señor de los señores desde y para toda la eternidad.

Tenemos que verle, adorarle y ofrecerle nuestra mayor veneración. Por eso no nos impidas entrar, pues no es una estrella mala la que nos ha guiado hasta aquí».

Guiado por estas palabras el comandante se fijó en una estrella que se encontraba justo encima de ellos. Parecía estar a poca altura y su luz era casi tan potente como la del Sol.

Al verificarlo, el comandante dijo a los tres magos: «Vuestras palabras y la estrella me han convencido de que sois de buena índole. Pero aún no comprendo cuál era vuestra intención al ir junto a Herodes a Jerusalén. ¿Acaso la estrella también os mostró ese camino?

¿Por qué vuestro guía milagroso no os condujo directamente hasta aquí, teniendo en cuenta que este era el destino de vuestro viaje? ¡Explicádmelo, de lo contrario no entraréis en la gruta!».

Los tres contestaron: «Eso sólo lo sabrá el Altísimo. Seguramente que habrá sido parte de su plan porque ninguno de nosotros teníamos la intención de ver Jerusalén ni de lejos.

Puedes creernos que la gente de Jerusalén no nos ha gustado en absoluto, y mucho menos el rey Herodes. Pero una vez allí, con toda la ciudad alerta, hemos tenido que decirles cuál era nuestro propósito.

Los sacerdotes nos orientaron a través del rey Herodes y este nos rogó que le informáramos acerca del nuevo Rey, para que, como dijo, también él pudiera venir a rendirle homenaje».

El comandante replicó: «¡Ni se os ocurra!, ¡pues yo conozco su índole y su malvada intención! ¡Mejor os tomo como rehenes! De momento voy a entrar sólo en la gruta para comentar este asunto con el padre del Niño».

Los tres sabios adoran al Señor

Los espíritus de los tres sabios son Adán, Caín y Abraham

A José, al enterarse de la conversación, se le quitó un gran peso de encima.

De modo que el comandante volvió y al entrar en la gruta le comentó la situación:

«Los hombres orientales que están ahí fuera esperando han encontrado la gruta con la ayuda de Dios. Los he registrado concienzudamente y no he podido encontrar nada sospechoso.

De acuerdo con la promesa de su dios ellos quieren rendir homenaje al Niño. Si te parece bien, los puedes dejar entrar sin la menor preocupación».

«Si es así», dijo José sosegado, «entonces alabo a Dios, pues de nuevo me ha quitado un peso de encima.

Ahora mismo voy a mirar a María a ver cómo se encuentra porque al enterarse de que los persas empezaban a acampar alrededor de la gruta se ha llevado un gran susto. Y para evitarle otro nuevo tengo que advertirle que estos señores van a entrar en la gruta».

El comandante estuvo de acuerdo y José informó a María de la situación.

¡Paz a todos!

La madre estaba de buenísimo ánimo y le respondió: «Paz a todos aquellos cuyo corazón está lleno de buena voluntad y se dejan guiar por Dios.

¡Cuando el Espíritu del Señor se lo indique que vengan, y su fidelidad hacia Él será bendecida! En cuanto a mí, no les tengo el menor miedo.

Pero quédate cerca de mí, pues no sería conveniente que yo los recibiera sola en mi tienda».

«Si tienes suficientes fuerzas, levántate con el Niño y lo pondremos en el pesebre aquí delante de ti; así podrán venir los visitantes a rendirle homenaje».

Dicho y hecho, José avisó al comandante de que estaban preparados para recibir a los visitantes.

«Dentro de lo que nuestra modesta situación nos permite estamos preparados. Que entren los tres cuando quieran».

El comandante salió para informarlos. Felices por haber conseguido permiso para entrar, los tres se arrodillaron y alabaron a Dios.

Luego tomaron los sacos de oro y, con sumo respeto, entraron en la gruta; en este momento el Niño brillaba con luz muy fuerte.

Cuando vieron al Niño en el pesebre, se postraron a pocos pasos de Él y lo adoraron con fervor.

Permanecieron absortos en su adoración hasta que empezaron a levantarse lentamente al cabo de una hora. De rodillas y con lágrimas en los ojos, miraron al Señor, Creador del infinito y la eternidad.

Melchor, Gaspar y Baltasar

Los nombres de los tres eran Melchor, Gaspar y Baltasar.

El primero, que tenía el espíritu de Adán, dijo: «¡Alabad y honrad a Dios, hosanna a Dios trino y uno de eternidades en eternidades!».

A continuación tomó el saco tejido con hilo de oro que contenía treinta y tres libras del incienso más fino, y con el mayor respeto lo entregó a María con las siguientes palabras:

«Apreciada madre, toma sin vacilación esta pequeña ofrenda material como testimonio de la gran fe que en adelante llenará todo mi ser. Acepta este simple tributo material que toda criatura racional, desde el fondo de su corazón, debe a su Creador omnipotente».

María tomó el pesado saco y lo entregó a José. El donador se retiró a la entrada de la gruta donde de nuevo se puso de rodillas para adorar al Señor en el Niño.

A continuación se levantó el segundo, un negro que tenía el espíritu de Caín y que traía un saco más pequeño pero del mismo peso, lleno de oro puro. Entregándoselo a María, dijo:

«Señor de toda magnificencia, te traigo una ofrenda que es insignificante en relación con lo que correspondería al Rey de los espíritus y de los hombres de la Tierra. ¡Acéptalo, oh madre que diste a luz a aquel que la lengua de todos los ángeles nunca será capaz de expresar!».

María tomó el segundo saco y también lo pasó a manos de José. El sabio se levantó, se juntó con el primero y también se puso de rodillas para continuar su adoración del Señor en el Niño.

Finalmente se levantó el tercero, tomó su saco de mirra muy fina, esencia aromática que en aquella época tenía un gran valor, y se lo entregó a María con las siguientes palabras:

«El espíritu de Abraham está conmigo, y ahora presencia el día del Señor que con tanta ansia había esperado.

Yo, Baltasar, ofrezco en miniatura lo que en realidad correspondería al Niño de los niños. Acéptalo, madre de toda Gracia. Una ofrenda mayor que esta la guardo en mi pecho, que es mi amor; esta será la ofrenda verdadera y eterna para el Niño».

María también aceptó este saco que pesaba treinta y tres libras como los demás, y se lo entregó a José. Luego el mago se unió a los otros dos para continuar la adoración del Niño. Más tarde, los tres salieron de la gruta y se dirigieron a sus tiendas.

Las tres dádivas benditas de Dios: su santa Voluntad, su Gracia y su Amor

Una vez que los tres magos hubieron salido de la gruta, María dijo:

«Mira, José, que eres pesimista y desconfiado... ¿Ves como el Señor cuida de nosotros, maravillosamente?

¿Quién de nosotros hubiera podido soñar con algo parecido? De nuestro excesivo temor y de todas nuestras preocupaciones Él ha hecho una gran bendición, de modo que las ha transformado en una inmensa alegría.

Precisamente vimos adorar al Niño como tan sólo se adora a Dios precisamente a aquellos de quienes habíamos sospechado que iban a amenazar su vida.

Y encima de todo hasta nos han traído regalos de tanto valor que con ellos podríamos fácilmente conseguir una buena Tierra en la que podríamos dar una buena educación al divino Niño, una educación del agrado de Dios.

Desde hoy tenemos aún más motivos que nunca para agradecer al Señor su bondad; voy a alabarle toda la noche... Pues Él acabó con nuestra pobreza. De modo que en este sentido ya no tenemos de qué preocuparnos. ¿Cómo lo ves tú, José?».

«Sí María, Dios es infinitamente bueno para todos los que le aman por encima de todo y ponen toda su esperanza en Él», le respondió. «Pero pienso que como los regalos le fueron ofrecidos al Niño, no tenemos derecho a emplearlos como bien nos parezca.

El Niño es hijo del Altísimo. Por eso, antes que nada, tendremos que preguntarle al Padre excelso qué es lo que debemos hacer con estos tesoros.

Cumplamos lo que Él disponga... Sin conocer cuál es su Voluntad, no los tocaré en toda mi vida. Prefiero que nos ganemos nuestro sustento bendito aunque sea con el trabajo más duro del mundo.

¿Acaso, hasta ahora, no he sido capaz de alimentaros con el trabajo bendito de mis manos? Y ya veréis como también podré hacerlo en el futuro.

No te dejes llevar por lo que se pueda hacer con los regalos, sino únicamente por la Voluntad del Señor, su Gracia y su Amor.

Estas son las tres mayores dádivas que nos concedió el Señor una vez para siempre. Te digo que para mí su santa Voluntad es el incienso más delicioso, su Gracia el oro más puro, y su Amor la mirra más exquisita.

De estos tres tesoros nos podremos siempre servir sin límites. Pero debemos tocar el incienso, el oro y la mirra de los sacos dorados sin tener en cuenta los tres tesoros fundamentales que hasta ahora, y siempre, nos han dado el mejor resultado.

Esto es lo que haremos y sé que el Señor nos mirará con la mayor benevolencia, ¡que esta benevolencia sea nuestro mayor tesoro!

Qué te parece, María, ¿no es ésta la mejor aplicación que les podemos dar a los tesoros?».

María quedó tan conmovida que se le llenaron los ojos de lágrimas y alabó la sabiduría de José. También muy emocionado, el comandante le abrazó y le dijo: «¡Realmente, tú eres un hombre que vive de acuerdo con la Voluntad de tu Dios!».

El Niño miró a José con una sonrisa y levantó una manita como si quisiera bendecirle.

El ángel, consejero de los tres sabios

Los tres sabios se juntaron en una de sus tiendas para discutir lo que debían hacer:

«¿Vamos a cumplir con la palabra que hemos dado a Herodes o sería mejor que faltemos a ella por primera vez?

Si tomamos otro camino para volver a nuestro país, ¿cómo sabremos si es seguro?».

Y entre ellos se preguntaban: «¿Quién sabe si la estrella milagrosa que nos ha traído hasta aquí también nos guiará a nuestra Tierra si tomamos otro camino que el que ella nos indica?».

De repente, mientras que los sabios estudiaban el asunto, apareció un ángel entre ellos que les dijo: «No os preocupéis, el camino está libre;

Pues mañana seréis guiados a vuestra patria, sin pasar por Jerusalén, tan derechamente como cae un rayo de Sol sobre la Tierra al mediodía».

Apenas pronunciadas estas palabras, el ángel desapareció y los tres se acostaron. A la mañana siguiente, muy temprano, se pusieron en camino y con fe en el Dios único llegaron a su patria por el camino más corto.

En la misma mañana de la salida de los tres magos, José preguntó al comandante cuánto tiempo debía de quedarse todavía en la gruta.

«Hombre de mi mayor consideración, ¿acaso crees que te retengo como a un prisionero?», exclamó el comandante. «¡Vaya idea más absurda!

Yo, un gusano ante el poder de tu Dios, ¿cómo iba a mantenerte cautivo? ¿Pero cómo es posible que las precauciones que tomo por amor hacia ti las interpretes como un encarcelamiento?

Del alcance de mi poder eres libre en cuanto quieras; puedes ir a donde te dé la gana aun cuando mi corazón siempre desee retenerte aquí porque os ama profundamente a ti y al niño.

Ten todavía un poco de paciencia por algunos días. En seguida mandaré algunos espías a Jerusalén para que vigilen la actitud de Herodes por si acaso los persas no cumplen su palabra.

Entonces sabré a qué atenerme y os protegeré contra cualquier persecución por parte de esa fiera humana.

Puedes creerme, Herodes es el mayor enemigo de mi corazón y voy a combatirle cuando y donde pueda.

Por cierto no soy más que un comandante subordinado al general que reside en Sidón y Esmirna, y que manda las doce legiones de Asia.

Por otro lado, como soy patricio, tampoco soy un centurión corriente. Este título me autoriza a mandar sobre las doce legiones de Asia y si las necesitase, no preciso la aprobación de Esmirna. Como patricio no tengo más que mandarles para que me obedezcan. De modo que puedes contar conmigo si a Herodes se le ocurriera a sublevarse».

José agradeció al comandante sus atenciones. Sin embargo aún argumentó:

«Sabes la gran estima en que te tengo y te agradezco lo mucho que te empeñaras en vigilar a los persas. Pero a la hora de la verdad, ¿qué resultado tuvieron tus esfuerzos?

Pese a los mil vigilantes que colocaste a los persas, pudieron llegar hasta aquí y ya tenían sus tiendas de campaña levantadas antes de que vieras al primero de ellos.

Si entonces el Señor, mi Dios, no me hubiera protegido, ¿dónde estaría yo ahora pese a toda tu ayuda? Antes de que hubieras llegado, habrían tenido tiempo más que suficiente para acabar conmigo y con toda mi familia.

Por eso, como amigo muy agradecido, te digo que la ayuda de los seres humanos no vale para nada porque ante Dios no son nada.

De modo que si Dios quiere ayudarnos, y Él es el único que nos puede ayudar, no vale la pena que nos empeñemos tanto, porque a pesar de todo nuestro empeño siempre se cumplirá la Voluntad del Señor y nunca la nuestra.

Por eso no te expongas inútilmente en Jerusalén, lo que es muy arriesgado; pues no ganamos nada con ello sino al contrario, si descubrieran que estás espiando, sólo conseguirías crear una situación amarga para ti mismo.

Seguro que esta noche el Señor me revelará las intenciones de Herodes y lo que tengo que hacer. De modo que podemos estar tranquilos y dejar que el Señor reine sobre nosotros, con lo que todo andará bien».

El comandante se quedó desconcertado ante estas palabras de José y al mismo tiempo sintió mucho que rechazara su ayuda.

«Apreciado amigo mío», continuó José, «me parece que estás disgustado porque te aconsejo que no te preocupes por nuestra causa.

Pero, considerándolo bien, hasta tú mismo tienes que llegar obligatoriamente a la misma conclusión.

¿Quién de nosotros jamás ha contribuido a que el Sol, la Luna y las demás estrellas anduvieran su camino por el firmamento? ¿O acaso alguno de nosotros ha podido dar ordenes a los vientos y a los rayos?

¿Quién cavó el lecho del enorme mar? ¿Quién indicó el rumbo a los grandes ríos?

¿Dónde está el pájaro al que hayamos enseñado el vuelo rápido y al que hayamos dado su garganta armoniosa y sonora?

¿Dónde la hierba para la cual criamos la semilla viva?

Todo esto el Señor lo hace diariamente. Si su actividad poderosa y maravillosa en cada momento te hace recordar su presencia infinitamente amorosa, ¿cómo puedes desconcertarte si yo, muy amigo tuyo, llamo tu atención sobre el hecho de que ante Dios toda ayuda por parte del hombre es inútil?».

Con este razonamiento de José el estado de ánimo del comandante mejoró visiblemente. No obstante, en secreto, todavía mandó a algunos espías a Jerusalén para enterarse de lo que allí pasaba.



Fuente:ij.29-32

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