Declaración de Amor


Te conozco ya desde tu nacimiento, incluso desde mucho antes aún, y todo este tiempo te he amado como a Mi propia Vida. ¿Qué te parece esto, estás contenta con Mi Amor?
gej01.28.5


El Señor nos enseña que para amar a una persona, se necesita primero conocerla y después recibir de ella una declaración de amor.
En la obra principal recibida por Lorber, "El Gran Evangelio de Juan", se relata un pasaje de la vida del Señor: El encuentro con una samaritana. El díalogo está escrito con pocas palabras en el capitulo 4 del evangelio bíblico según San Juan.
Jesús decidió viajar de Jerusalén hasta Galilea por un camino que pasaba a través de Samaria y se detuvo en un pozo en donde había una mujer samaritana. Mientras su acompañantes fueron a buscar algo de comer, el Señor entabla una conversación con la mujer. Según la Biblia, no se sabe mucho de ella. Sin embargo, la historia más completa la incluiremos más abajo.
Destacable es saber, cómo el Señor, siendo Él verdadero Mesías, se da a conocer a una de sus criaturas que, por ser samaritana, conocía la profecía de que vendría el Mesías. En algún momento, Jesús le dice: "(El Mesías)Soy Yo, el que contigo habla".
Cómo es posible que ÉL haya hecho esto, pues muchos podrían afirmarlo siendo no verdad. Algo que ha sucedido a menudo en estos 2000 años transcurridos.
Para eso, tiene que haber habido un díalogo tan revelador para que ella haya creído intensamente Sus Palabras "Yo Soy el Mesías".
Algo remarcable es que el Señor revela, a través de Lorber, que Él conocía a la mujer incluso antes de haber nacido. Es decir, que los seres humanos ya tenemos una existencia anterior a nuestro nacimiento. Conocimiento que evidentemente se nos ha sido quitado. Por alguna razón importante.
No sabemos quélo que hicimos antes. No estamos hablando de la reencarnación, sino de una existencia, probablemente en un cielo espiritual, en donde éramos criaturas que fuimos amadas por Dios con todo Su Corazón, como dice el Señor: "¡Te amé como a Mi propia Vida!".
Tomar consciencia de este hecho nos puede llenar de dignidad y auto estima. Tomar consciencia de que somos amados es muy curativo.

La historia bíblica

(Jesús) salió de la región de Judea y regresó a Galilea. En el viaje, tenía que pasar por Samaria.
En esa región llegó a un pueblo llamado Sicar. Cerca de allí había un pozo de agua que hacía mucho tiempo había pertenecido a Jacob. Cuando Jacob murió, el nuevo dueño del terreno donde estaba ese pozo fue su hijo José.
Eran como las doce del día, y Jesús estaba cansado del viaje. Por eso se sentó a la orilla del pozo, mientras los discípulos iban al pueblo a comprar comida. En eso, una mujer de Samaria llegó a sacar agua del pozo. Jesús le dijo a la mujer: —Dame un poco de agua.
Como los judíos no se llevaban bien con los de Samaria, la mujer le preguntó: —¡Pero si tú es judío! ¿Cómo es que me pides agua a mí, que soy samaritana?
Jesús le respondió: —Tú no sabes lo que Dios quiere darte, y tampoco sabes quién soy Yo. Si lo supieras, tú me pedirías agua, y Yo te daría el agua que da vida.
La mujer le dijo: —Señor, ni siquiera tienes con qué sacar agua de este pozo profundo. ¿Cómo vas a darme esa agua?
Hace mucho tiempo nuestro antepasado Jacob nos dejó este pozo. Él, sus hijos y sus rebaños bebían agua de aquí. ¿Acaso eres más importante que Jacob?
Jesús le contestó: —Cualquiera que bebe del agua de este pozo vuelve a tener sed, pero el que beba del agua que Yo doy nunca más tendrá sed. Porque esa agua es como un manantial del que brota vida eterna.
Entonces la mujer le dijo: —Señor, dame de esa agua, para que yo no vuelva a tener sed, ni tenga que venir aquí a sacarla.
Jesús le dijo: —Ve a llamar a tu esposo y regresa aquí con él.
—No tengo esposo— respondió la mujer. Jesús le dijo: —Es cierto, porque has tenido cinco, y el hombre con el que ahora vives no es tu esposo.
Al oír esto, la mujer le dijo: —Señor, me parece que eres un profeta.
Desde hace mucho tiempo mis antepasados han adorado a Dios en este cerro, pero ustedes los judíos dicen que se debe adorar a Dios en Jerusalén.
Jesús le contestó: —Créeme, mujer, pronto llegará el tiempo cuando, para adorar a Dios, nadie tendrá que venir a este cerro ni ir a Jerusalén.
Ustedes los samaritanos no saben a quién adoran. Pero nosotros los judíos sí sabemos a quién adoramos. Porque el salvador saldrá de los judíos.
Dios es espíritu, y los que lo adoran, para que lo adoren como se debe, tienen que ser guiados por el Espíritu. Se acerca el tiempo en que los que adoran a Dios el Padre lo harán como se debe, guiados por el Espíritu, porque así es como el Padre quiere ser adorado. ¡Y ese tiempo ya ha llegado!
La mujer le dijo: —Yo sé que va a venir el Mesías, a quien también llamamos el Cristo. Cuando él venga, nos explicará todas las cosas.
Jesús le dijo: —Yo soy el Mesías. Yo soy, el que habla contigo.
En ese momento llegaron los discípulos de Jesús, y se extrañaron de ver que hablaba con una mujer. Pero ninguno se atrevió a preguntarle qué quería, o de qué conversaba con ella.
La mujer dejó su cántaro, se fue al pueblo y le dijo a la gente: Vengan a ver a un hombre que sabe todo lo que he hecho en la vida. ¡Podría ser el Mesías!
Entonces la gente salió del pueblo y fue a buscar a Jesús.
Fuente: Jn.4:3-30, versión TLC

La historia más completa y revelada

A continuación, el relato más extenso de esta historia que fue revelada a Jakob Lorber:

El Señor: “Después de este discurso de Juan, todos sus discípulos vinieron a Mí y el número de ellos aumentaba de día en día, casi de hora en hora. Después del bautismo aplicado por mis primeros discípulos, todos los que empezaban a creer en Mí, en el momento de imponerles mis manos, se llenaban según su fe de fuerza y de valor, y de un espíritu que los liberaba de cualquier miedo a la muerte del cuerpo.
Como muchos oyeron esto, a pesar de mi prohibición lo publicaban por donde iban, aunque muchas veces exagerando, de manera que en poco tiempo toda Judea conoció mis acciones. De día en día venían más judíos, siempre con deseos de ver milagros, y muchos se quedaban conmigo;
con el resultado inevitable que todo llegó a los largos oídos de los fariseos. Tantas eran las exageraciones que hasta algunos romanos empezaban a suponer que Yo era el mismo Júpiter o por lo menos un hijo suyo.
De modo que también los romanos empezaron a mandar mensajeros, aunque estos no encontraron lo que buscaban porque en tales ocasiones no hice milagros.
De estas exageraciones pronto surgieron una serie de evangelios falsos que desfiguraban el verdadero.
Los fariseos, estos jefes extremadamente envidiosos y maliciosos del Templo y de la Escritura, empezaban en secreto a tomar medidas para impedir mis actividades y las de Juan, bien para despacharnos disimuladamente de esta Tierra o, por lo menos, para encerrarnos en un calabozo perpetuo situado bajo tierra, como más tarde, por mediación de Herodes, lograron hacer con Juan.
No será preciso decir que estas malvadas intenciones no me podían ser desconocidas y, para evitar desordenes y espectáculos desagradables, me decidí a abandonar la Judea conservadora para dirigirme a la Galilea más liberal.
No era aconsejable ir directamente a Galilea, sino convenía pasar por Samaria que, con la ayuda de los romanos, hacía tiempo que se había liberado del clericalismo del Templo.
Por este motivo, a los ojos de los del Templo, los samaritanos eran el pueblo más blasfemo y despreciable del mundo. En cambio los servidores del Templo eran tan despreciados por los samaritanos que, para mostrar a alguien su desdén, le llamaban “fariseo del Templo”. Si, por ejemplo, en un altercado un samaritano decía a otro sin razones suficientes: “¡Fariseo, tú!”, entonces este inmediatamente iría al juez y frecuentemente el ofensor tenía que pagar indemnizaciones considerables por su imprudencia. Se comprende que no era aconsejable para los fariseos pisar tierra samaritana. Dicha situación resultaba muy favorable para nuestro viaje, pues en Samaria no seríamos perseguidos por los judíos del Templo.
El camino llevaba a la ciudad de Sicar, una ciudad que se encontraba cerca de una aldea muy antigua que Jacob y Raquel habían recibido como dote, incluidos los habitantes que eran todos pastores, y que luego habían dado a su hijo José como regalo natalicio. Sicar no era la capital de esta región, sin embargo, se encontraban allí muchos samaritanos acaudalados y también bastantes romanos ricos, pues estaba situada en un paraje muy bello y el clima era también muy sano.
Desde Judea nos habíamos puesto en camino según la cronología de hoy a las cuatro de la mañana y, con una marcha casi forzada y sin ningún descanso, a las doce en punto, la sexta hora después de la salida del Sol, llegábamos al antiguo pozo de Jacob, distante unos cuarenta pasos de la aldea. Este pozo tenía una fuente muy buena y algunos árboles le daban sombra.
Como estábamos en pleno verano, hacía un día de mucho calor. De modo que hasta Yo me sentía físicamente muy cansado de tan largo viaje. Todos los que me seguían desde Galilea y ya desde Judea, buscaron unos sitios con sombra para el tan deseado descanso.
Hasta los discípulos principales como Pedro, mi Juan (el evangelista), Andrés, Tomás, Felipe y Natanael cayeron como muertos en la hierba. Solamente Yo me senté al lado del pozo; pues sabía que en seguida tendría la oportunidad para encontrarme con los samaritanos, en general algo testarudos, pero libres de prejuicios. Al mismo tiempo tenía bastante sed y estaba esperando a un discípulo que había ido a buscar una vasija.
Mientras estaba esperando inútilmente que me trajeran una vasija de la aldea, casi como llamada, vino una samaritana de Sicar con una vasija para llenarla con el agua fresca del pozo. Sin percatarse de mi presencia, llenó la vasija y la subió con una cuerda. Entonces me dirigí a ella, pidiéndole: «Mujer, tengo mucha sed, ¡dame de beber!».
La mujer se sorprendió porque veía que Yo era judío y, tras un rato, me contestó: «¿Tú también serás uno del mismo grupo que encontré delante de la ciudad y que preguntó dónde se podía comprar algo de comer? Eran orgullosos judíos y tú también pareces serlo a juzgar por la ropa que llevas. Pero yo soy una mujer samaritana. ¿Cómo es posible que me pidas que te dé de beber? Verdad es que cuando vosotros los orgullosos judíos tenéis dificultades, entonces hasta una pobre samaritana os vale. En las demás ocasiones ni nos veis ni nos oís. ¡Ay!, si con esta vasija de agua pudiese ahogar a toda Judea, ¡sería un placer darte de beber de ella! De lo contrario prefiero verte morir de sed en vez de darte una sola gota de esta agua».
Dije Yo: «Como eres ciega en conocimientos, hablas de esta manera. Con conocimientos más inspirados reconocerías el don de Dios y a aquel que habla contigo y te dice: “¡Mujer, dame de beber!”. Caerías a sus pies, pidiéndole de su Agua verdadera y Él te daría Agua viva. Aquel que cree en mi Palabra, sobre su descendencia derramaré mi Espíritu, conforme se lee en Isaías cap. 44, 3».
Dijo la mujer: «Parece que conoces bien las Escrituras. Pero como no tienes vasija y tu mano no alcanza el agua del pozo, me gustaría saber cómo piensas conseguirla. ¿Tal vez me quieres dar a entender que deseas algo de mí? Aún soy bastante joven y tengo mis encantos, pues todavía no he cumplido treinta años. Pero un deseo de esta clase de un judío por una despreciable samaritana sería un verdadero milagro, ya que vosotros preferís a los animales antes que a seres humanos samaritanos.
«¿Quién eres entonces, que hablas de esta forma conmigo? ¿Acaso pretendes ser más que nuestro padre Jacob que nos dio este pozo del cual él, sus hijos y sus rebaños bebieron? Mira, yo soy una pobre mujer. Si fuese rica no vendría, con este calor, a buscar agua para beber. Con lo desgraciada que ya soy y, tú, judío, ¿aún quieres aumentar mi desdicha? Mira mi ropa que casi no llega a cubrirme el cuerpo y ve mi pobreza. ¿Cómo me exigirás que yo, mujer pobre y miserable, aún te pida que te sirvas de mí para tus placeres? ¡Qué horror, si tal fuese tu intento! Sin embargo, no das esta impresión y por eso no lo he dicho en serio. Pero, ya que empezaste una conversación conmigo, ¡explícame ahora el significado de tu Agua viva!».
«Ya te dije que en lo que respecta a tus conocimientos estás ciega y no me comprendes. También te dije: Quien cree en mis Palabras recibirá las bendiciones del Agua viva. Llevo ya treinta años en este mundo y aún no he tocado a ninguna mujer; ¿cómo voy ahora a desearte a ti? Oh, ¡insensata y ciega! Y si hiciese algo contigo, seguro que volverías a tener sed y sentirías necesidad de beber agua para apagarla. Si Yo te ofrecí Agua viva, es claro que con ella deseaba apagar tu sed de una Vida eterna, ¡porque mi Palabra, mi Doctrina es esta Agua!
Me consideras un orgulloso judío, pero soy pacífico con toda mi alma y profundamente humilde. Y esta misma humildad es lo que es mi Agua viva. Quien no se vuelve humilde como lo soy Yo, no tomará parte en el Reino de Dios, que ya vino al mundo.
El Agua viva que te ofrezco es el único y verdadero conocimiento de Dios y de la Vida eterna de Dios, emanando por lo tanto de Él, que es Vida de toda Vida, y entrando en los hombres donde se transforma en una fuente de vida inagotable, una vida que vuelve a afluir a Dios, ocasionando allí una Vida en plena libertad. Tal es el Agua que te estoy ofreciendo; ¿cómo has podido comprenderme tan mal?».
Dijo la mujer: «Dame, pues, tal agua para que ya nunca jamás tenga sed y para que ya no tenga que venir aquí a sacarla de este pozo. Pues vivo al otro lado de la ciudad y el camino es muy pesado para mí».
Dije Yo: «Oh, ¡qué mujer más tonta eres! No sirve hablar contigo porque no tienes ni la menor idea de las cosas espirituales. ¡Anda, pues, a buscar a tu marido y tráele aquí, hablaré con él que me comprenderá mejor que tú! ¿No será como tú, que también quiera apagar su sed natural del cuerpo con el Agua espiritual de la humildad?».
Contestó la mujer de manera respondona: «Pues, ¡no tengo marido!». Con una sonrisa Yo le dije: «Es corta tu contestación, pero es correcta.
«Mira, hija mía, tuviste ya cinco maridos y como tu naturaleza no se correspondía con la de ellos, pronto cayeron enfermos y murieron; ninguno te sobrevivió más de un año. En tu cuerpo hay parásitos malignos y quien tenga algo que ver contigo, pronto morirá a causa de ellos. El hombre con el cual vives ahora no es tu marido sino sólo tu amante, para mala suerte de los dos».
La mujer se asombró ante estas palabras mías, pero quiso disimularlo. A pesar de todo, después de un rato, dijo: «Señor, veo que eres un profeta. Como sabes tantas cosas, ¿conoces también un remedio que me cure?
Claro está que en mi caso solamente Dios me puede ayudar. Pero ¿cómo y dónde hay que adorarle para que me cure? Nuestros padres dicen que a Dios se le debiera adorar en el monte Garicim, donde los primeros patriarcas ya le adoraron. Pero vosotros decís que hay que adorarle en Jerusalén. Como Tú aparentemente eres un profeta, dime, por favor, cómo y dónde se tiene que adorar a Dios con eficacia. Mira, aún soy joven y dicen que soy muy bonita, pero sería horrible si estos parásitos me comiesen viva. ¡Ay, qué desgraciada soy!».
Dije Yo: «Mujer, conozco bien tu pobreza, tus sufrimientos y tu organismo enfermo. Sin embargo, también sé que aunque tu corazón no es justamente el mejor, tampoco es de los malos, y ésta es la razón por la que ahora estoy hablando contigo. Pues mientras el corazón sea por lo menos medio bueno, aún hay salvación. Pero no debieras tener ninguna duda de cómo adorar a Dios digna y eficazmente.
Mira, Yo te digo y créeme: La hora ha llegado en que para adorar al Padre ya no iréis al monte Garicim, ni a Jerusalén».
«Ay de mí y de todo el pueblo, ¿qué será entonces de nosotros?», exclamó la mujer asustada. «Tanto los judíos como nosotros, ¡qué horrorosamente debemos haber pecado! Pero ¿por qué esta vez Jehová no nos mandó un profeta que nos advirtiese? ¿De qué puede servirnos todavía que Tú hayas venido como profeta y nos digas que en el futuro ya no se adorará a Dios ni en el Garicim, ni en Jerusalén? ¿No será que Dios va a abandonar su antiguo pueblo para tomar morada en medio de otro? ¡Por favor, dímelo para que pueda ir allí y adorarle como humilde penitente para que Él me ayude a mí, pobre y desgraciada, y para que no abandone por completo a mi pueblo!».
«Escucha bien y procura comprender lo que te digo: ¿Por qué tiemblas y tienes dudas? ¿Acaso piensas que Dios sea tan desleal en sus promesas como lo son los hombres entre sí?
Aunque subáis al monte para rezar allí, no sabéis a quién estáis adorando. Lo mismo ocurre en Jerusalén; van al Templo y organizan un gran espectáculo, pero tampoco saben qué están haciendo y a quién están adorando.
Sin embargo, Dios ya dijo por boca de los profetas que la Salvación no viene por vosotros pero sí por los judíos. Lee pues el tercer versículo del segundo capítulo del profeta Isaías y lo verás».
«Sí, sí, ya sé que allí está dicho que la ley viene de Sión y que está guardada en el arca. Pero ¿cómo puede ser que Tú digas: “... que ni el monte ni en Jerusalén”?».
«Aún no me has comprendido: Dios, el Padre desde la eternidad, no es un monte, ni un templo ni tampoco un arca y, por consiguiente, tampoco mora en un monte, ni en un templo ni en un arca. Por esto te dije: Vendrá el tiempo -y ya llegó- en el que los verdaderos adoradores adorarán a Dios en el espíritu y en la Verdad; pues, ¡así es cómo el Padre quiere que lo hagan!
Pues mira, Dios es Espíritu y los que quieren adorarle tienen que hacerlo en el espíritu y en la Verdad.
Y para esto no se precisa de una montaña o de un templo, sino nada más que de un corazón puro, amoroso y humilde. Si el corazón es lo que tiene que ser, un tabernáculo de amor a Dios, lleno de benignidad y humildad, entonces solamente está en él la Verdad auténtica. Y donde está la Verdad, también estarán la Luz y la libertad, pues la Luz de la Verdad libera los corazones. Una vez que el corazón sea libre también el hombre lo será.
Por lo tanto, aquél que ama a Dios así, es un verdadero adorador del Padre y, mientras sus oraciones vengan del corazón, Él siempre las oirá sin considerar el lugar de donde vienen; pues, ¡la Tierra es toda de Dios! Supongo que ahora me habrás comprendido».
«Señor, ahora sí, hablaste más claro», le respondió la mujer. «Pero dime, ¿ya se te ha pasado la sed y ya no quieres beber de la vasija de una pecadora?». «Hija Mía, no te preocupes por esto, tú vales más para Mí que tu vasija y tu agua. Cuando antes te pedí de beber no me refería a tu vasija sino a tu corazón donde hay un agua mucho más deliciosa que la de este pozo. Con el agua de tu corazón podrás también curar todo tu cuerpo, porque aquello que en ti me complace, te curará, si puedes creer profundamente».
«¿Cómo haré para poner el agua de mi corazón en mi pubis? Perdóname, Señor, si te hablo tan abiertamente; mira, soy una criatura miserable y la miseria no conoce la vergüenza; se conoce únicamente a sí misma y, cuanto más grande es, tanto más suelta es la lengua. Si no fuese tan miserable, de veras, ¡te ofrecería mi corazón! Pero Dios mío, Padre Santo, ¡ayúdame! Tan enferma como estoy, no puedo cometer más pecados de los que ya cometí. Y ofrecer un corazón tan impuro a un puro como debes serlo Tú, es seguramente el mayor pecado».
«Hija mía, no es sólo que tú me estés ofreciendo tu corazón, sino que Yo mismo lo tomé cuando te pedí el agua. Por lo tanto, estás haciendo muy bien al ofrecérmelo, porque Yo acepto también los corazones de los samaritanos. Haces bien si me amas; pues Yo ya te amé mucho antes de lo que tú puedas imaginarte».
Con estas palabras la hermosa mujer se puso colorada y, un poco confundida, dijo: «¿Desde cuándo me conoces? ¿Es posible que estuvieses ya en esta ciudad o en Samaria? En verdad jamás te vi. ¡Ay!, dímelo, ¿dónde y cuándo me has visto ya?».
«No aquí, tampoco en Samaria, ni tampoco en otro sitio; sin embargo, te conozco ya desde tu nacimiento y de mucho antes aún, y siempre te amé como a mi propia vida. Qué te parece esto, ¿quedas complacida con mi amor? Mira, ¿recuerdas cuando te caíste en un pozo a los doce años? El que te salvó fui Yo, pero tú no podías ver la mano que te subió. ¿Lo recuerdas bien?».
En este momento la mujer quedó totalmente confusa y no sabía qué contestar porque su amor aumentó visiblemente y su corazón era una llama viva.
Como necesitaba un tiempo para aclarar sus sentimientos, le pregunté si no sabía algo del Mesías que debía venir.
«Señor, sabio profeta de Dios, sé bien que el Mesías prometido está para venir y que su nombre será Cristo», respondió la mujer con sus mejillas aún bastante rojas. «En cuanto Él venga, ¿anunciará lo que tú ya me dijiste? Pero ¿quién nos dirá cuándo y de dónde vendrá? ¿Tal vez Tú me pudieras dar detalles de la venida del Mesías? Le estamos esperando ya desde hace mucho tiempo, pero no se oye ni se ve nada de Él. ¿No nos puedes decir Tú cuándo vendrá para librarnos de nuestros enemigos y si, tal vez, tendrá misericordia incluso de mí y me curará si se lo pido?».
Con palabras breves pero llenas de amor sincero dije a la mujer: «¡Soy Yo, El que está hablando contigo!».
La mujer se asustó profundamente con esta respuesta porque, justo en este momento, los discípulos volvieron con alimentos de la ciudad y se extrañaron al encontrarme hablando con una mujer. Pero no se atrevieron a preguntarme ni a mí ni tampoco a ella sobre lo que hicimos o hablamos. Los otros compañeros, incluso mi madre, estaban durmiendo profundamente, de tal manera que no había forma de despertarlos. Al fin, también volvió aquel discípulo que se había ido a la ciudad para buscar una vasija, aunque sin resultado. Y este se disculpó: «Señor, en el pueblo habrá unas veinte casas, pero no hay ni una persona dentro de ellas y todas las puertas están cerradas».
«No te preocupes por eso», le respondí. «Pues en tal situación nos encontraremos con frecuencia, no sólo naturalmente sino más aún espiritualmente; y verás que llevados por la sed de nuestro amor y llamando a las puertas[30] de los hombres, buscando una vasija para sacar el agua viva, encontraremos los corazones cerrados y vacíos».
El discípulo estaba emocionado y consternado a la vez: «Querido Maestro, es una desgracia, pero te he comprendido muy bien. Si es así, no haremos grandes progresos».
«No te equivoques, hermano. Mira esta mujer. Yo te digo: Hallar a un perdido vale más que encontrar a noventa y nueve justos, los cuales, según su conciencia, no precisan penitencia; pues, los sábados, en el Garicim, se imaginan que sirven a Dios. Además aquí quitan todas las vasijas en la víspera del sábado, a fin que nadie pueda sacar agua de este pozo para apagar la sed, lo que a los ojos de estos justos sería profanarlo. Oh, ¡qué estupidez más ciega la de estos justos! Mientras tanto, aquí hay una pecadora con una vasija para servirnos. A ver, quién es mejor, ¿ésta o los noventa y nueve santos del sábado en el Garicim?».
La mujer estaba compungida: «Señor, Hijo del Eterno, ¡aquí está mi vasija, servíos de ella, os la dejo aquí! Pero a mí, ¡permitidme que corra a la ciudad porque estoy vestida demasiado indignamente para vosotros!». Y Yo le dije: «Hija mía, ¡ten salud y haz lo que te parezca bien!».
Llorando de alegría la mujer abandonó pozo y vasija y corrió a la ciudad, volviendo muchas veces su cabeza hacia atrás para saludar, porque me amaba profundamente. Medio sofocada, llegó a la ciudad y encontró algunos hombres paseando en grupos por las calles, como era costumbre los sábados. Los hombres, bien conocidos de la mujer, le preguntaron bromeando: «Por qué corres tanto, ¿acaso hay algún incendio?». La mujer los miró excitada: «¡Bromas aparte, nuestro tiempo se ha vuelto más serio de lo que os podéis imaginar!».
Los hombres le cortaron la palabra y le preguntaron con curiosidad: «¿Qué es lo que hay? ¿No se estarán acercando enemigos a nuestro país? ¿O tal vez se aproxima una nube de langostas a nuestra región?».
La mujer estaba agotada: «Nada de esto. El asunto es mucho más extraordinario. ¡Escuchadme!
Hace una hora que fui al pozo de Jacob para buscar agua. Resulta que había un hombre junto a él. Después de haber llenado mi vasija sin percatarme de su presencia, fue cuando se dirigió a mí y pidió agua de mi vasija; pero se la negué, pensando que era judío.
Él, sin embargo, continuó hablando sabiamente conmigo como un Elías, diciéndome todo lo que hice en esta vida. Al fin llevó la conversación al Mesías y cuando le pregunté, cuándo, cómo y a dónde vendría, me miró con seriedad y, con una voz que me penetró los huesos, me dijo: “¡Soy Yo, el que ahora está hablando contigo!”.
Pero antes, cuando Él me dijo lo enferma que estaba, le pregunté si no sería posible curarme. Al fin me dijo: “¡Ten salud!”. Y todo mi mal se fue de mí como el viento, ¡de modo que ahora estoy totalmente curada!
Id, pues, y ved personalmente si es el verdadero Cristo, el Mesías prometido. Yo estoy absolutamente segura de que lo es, porque milagros mayores que los que Él hace, tampoco Cristo los podría hacer, caso que el hombre de al lado del pozo no fuese Cristo. Id, pues, ¡y convenceos vosotros mismos! Yo me voy corriendo a casa para cambiarme de ropa, porque vestida de esta manera no puedo presentarme ante Él. No hay duda que es más que un profeta y, según presiento, ¡Él es el verdadero Cristo!».
«Si fuese así, en verdad esta época sería de la máxima importancia», respondieron los hombres. «Nos tendremos que juntar todos y sería mejor si algunos de entre nosotros tuviesen buenos conocimientos de la Escritura. Es una lástima que nuestros sacerdotes en este momento estén todos en el Garicim. Tal vez podremos convencerle que se quede algunos días entre nosotros, para poder examinarle mejor».
De esta manera se juntaron unas cien personas para ir a ver al Mesías.”
Fuente: El Gran Evangelio de Juan, Tomo 1, capítulo 28 ss.

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