La riqueza y Dios

En el siguiente relato durante la vida del Señor hace unos 2000 años, veremos la historia de un pequeño pueblo en donde se mostrará la relación de las riquezas materiales respecto a Dios

La miseria de la gente, que sufría los más diversos cobros injusto de impuestos, era evidente sobre todo en los pueblos y en las aldeas. Estaba física y psíquicamente malparada y decaída, como ovejas sin pastor entre lobos.

Yo estaba afectado por este estado desmoralizado de los pobres pueblos, por eso dije como en Sicar al lado del pozo: «La mies es verdaderamente mucha, pero hay pocos operarios. Rogad, pues, al Señor que mande segadores para su mies. Porque estos pobres están maduros para el Reino de Dios y el campo donde están es grande. Se consumen ansiando Luz, Verdad y Salvación; pero, ¿dónde están los segadores?».




Dijeron los discípulos: «Señor, si nos crees capaces, ¿no podríamos repartirnos y dedicarnos cada uno de nosotros a un pueblo o una aldea?».

Dije Yo: «Ahora vamos de camino hacia un pueblo paupérrimo. En cuanto lleguemos, elegiré a los más aptos y fuertes de entre vosotros y os mandaré a diferentes lugares y pueblos; y entonces tendréis que hacer todo aquello que Yo hago e hice ante vuestros ojos. Démonos un poco más de prisa».

En menos de media hora alcanzamos el pueblo donde encontramos una miseria verdaderamente inaudita. Tanto los adultos como los menores andaban completamente desnudos y apenas cubrían su desnudez con unas hojas. Cuando nos vieron llegar, todos, viejos y jóvenes, corrieron a nuestro encuentro para pedirnos limosna pues estaban muy necesitados. Los niños lloraban de hambre y se apretaban el vientre con las manos porque no habían comido nada desde hacía dos días. Sus padres estaban desesperados, por un lado por su propia hambre, pero más aún porque no tenían nada para dar a los pequeños que les pedían pan y leche.

Pedro, muy sensibilizado con este cuadro, preguntó a un anciano, de aspecto probo: «Amigo, ¿quién os ha arrojado a tamaña miseria? ¿Cómo llegasteis a este estado? ¿Acaso os visitó un enemigo que os lo ha robado todo y, a lo que veo, hasta destruyó vuestras casas? No veo más que paredes sin tejados y vuestros graneros, que me eran conocidos, están reducidos a escombros. ¿Cómo ha podido pasar todo esto?».

Dijo el hombre con voz desconsolada: «Oh, señores, seguramente bondadosos, esto es obra de la dureza y avaricia ilimitada de Herodes. Su padre era el brazo izquierdo de Satanás y él es el derecho. No podíamos pagar los impuestos que nos exigió hace diez días. Sus esbirros nos dieron un ultimátum de seis días. Pero ¿qué son seis días? En ese tiempo acabaron con casi todas nuestras provisiones y el séptimo día, como no nos fue posible pagar los exorbitantes impuestos exigidos, se llevaron todo lo que teníamos y nos dejaron sólo esta vida de miseria. ¡Oh, amigos, esto es duro, sumamente duro! ¡Si Dios no nos ayuda, poco nos falta para que muramos todos! Por favor, ¡ayudadnos tanto como podáis! Si los malvados siervos de Herodes no nos hubieran quitado incluso toda la ropa que teníamos encima, entonces por lo menos podríamos ir a pedir limosna. Pero ¿dónde nos podemos presentar en estas condiciones? Las poblaciones más cercanas están demasiado lejos para nuestros niños, y nosotros estamos desnudos como el día que nacimos. Dios mío, ¿por qué, justamente nosotros, tuvimos que volvernos tan sumamente miserables? Oh, Jehová, ¿cuáles de todos nuestros pecados ante ti nos han hecho incurrir en este castigo?».

En este momento me aproximé al anciano y le dije: «Amigo, esto no es consecuencia de vuestro pecado, que ante Dios es el más insignificante de Israel, sino que lo hizo el Amor de Dios.

Erais los más puros de todo Israel; sin embargo, aún había ciertos deseos adheridos a vuestras almas. Pero como Dios os ama, viéndolo, os quiso liberar de todo lo mundano de una sola vez para que pudierais ser capaces de aceptar la Gracia de vuestro Padre en el Cielo. Y esto es lo que sucedió. Ahora y en el futuro estaréis a salvo de Herodes para siempre; pues donde su codicia aprueba el saqueo total, allí tampoco cobra impuestos pues borra del registro tributario a los súbditos transformados en mendigos.

Así, de un solo golpe, quedáis libres de todo el mundo y eso es una gran caridad de Dios para con vosotros, pues ahora podéis empezar a cuidar seriamente vuestras almas.

Y os digo: en adelante no edifiquéis casas opulentas; conformaros con chozas modestas y no habrá quien os exija impuestos, salvo el Rey de Roma, única autoridad legal, y éste no os pedirá más del dos o el tres por ciento. Si tenéis algo, lo podréis pagar y si no tenéis nada, quedaréis exentos. Luego hablaremos más de ello.

De momento id a vuestras casas sin techo y encontraréis alimentos y ropa. Confortaos, vestíos y volved aquí, que arreglaremos el resto».

Oyendo esto, se pusieron a correr llenos de agradecimiento y de fe hacia sus casas medio destruidas y se quedaron maravillados al ver las mesas con buenos alimentos en cantidad suficiente y ropa de todas clases para todas las edades y ambos sexos. Se preguntaban entre sí cómo podía haber sucedido esto, pero nadie lo sabía.

Cuando se dieron cuenta que también sus despensas estaban bien llenas, las mujeres y los niños dijeron a los hombres: «¡Esto es obra de Dios! En el desierto dejó llover maná durante cuarenta años y así alimentó a sus hijos donde no había más que piedras y arena. ¿Cómo hubiera Él podido desear que nos muriésemos de hambre, si nosotros, ahora y antes, siempre le rogábamos? ¡Oh, esto es cierto!: ¡Dios nunca abandona a aquellos que le ruegan!

Cuando el gran rey David cayó en la miseria, pidió auxilio a Dios y Él le sacó de apuros. Nunca se ha oído que Dios hubiera desatendido a quienes le pidieron lo que fuera. Habría sido un fenómeno sin precedentes que Dios, por el contrario, no hubiera atendido nuestros ruegos en una miseria tal como en la que estamos. Pues Dios está siempre lleno de Amor para aquellos que le llaman: “¡Padre, querido Padre!”. Por esto, en adelante, le amaremos más que a todas las cosas del mundo... ¡Sólo Él es nuestro Salvador! ¡Y todo esto nos lo ha enviado nuestro Padre santísimo desde los Cielos por medio de sus ángeles!».

A todo el pueblo le gustaba escuchar al anciano por su sabiduría, pues era buen conocedor de las Escrituras.

El anciano continuó: «Hijos míos, amigos y hermanos, la Escritura dice: “Por boca de los pequeños y los menores me prepararé una alabanza”. Y esto acaba de ocurrir ante nuestros ojos y oídos; el querido Padre nos tuvo en cuenta en su gran Misericordia y nos concedió esta Gracia. Por eso démosle todo nuestro amor y que la boca de nuestros bebés le rinda la máxima alabanza, porque nuestra boca no es suficientemente pura para agradar al Santísimo. Eso lo ha reservado a la boca de nuestros niños. ¡Pero dirijámonos ahora al Señor que nos envió a nuestras casas y que, sin duda, estaba al corriente de la Gracia que Dios nos ha concedido! Debe de ser un gran profeta, tal vez Elías mismo que está anunciado desde hace mucho tiempo y que volverá una vez más antes de que venga el Mesías prometido».

Dijo un niño pequeño que apenas había comenzado a hablar: «Padre, ¿y si este hombre fuera Él mismo el Mesías prometido?».

«Hijo mío, ¿quién te soltó tu lengua tan clara? ¡Pues, en este momento no has hablado como un niño sino como un sabio del Templo de Jerusalén!».

«No lo sé, querido padre; pero antes me costaba mucho hablar y ahora me resulta sumamente fácil, eso lo sé muy bien. Pero ¿por qué te extraña, si estamos colmados de milagros de Dios?».

El anciano estrechó al niño en sus brazos y le respondió: «¡Sí, y otra vez sí! ¡Tienes razón! Todo se volvió milagro y seguro que no estás equivocado si tomas a aquel Señor por el mismo Mesías, porque para nosotros lo es. Pero ahora salgamos para agradecerle todo en nombre de Jehová, tal y como es debido, porque es evidente que Dios nos lo ha mandado. ¡Vámonos!».

Entonces todos corrieron hacia Mí y los niños fueron los primeros que se echaron a mis pies, humedeciéndolos con sus puras e inocentes lágrimas de agradecimiento.

Entretanto Yo levanté los ojos al firmamento y dije en voz alta: «¡Oh Cielos, mirad aquí y aprended de estos niños cómo quiere ser alabado vuestro Dios y Padre! ¡Oh Creación que eres infinitamente grande, que existes eternidades con tus incontables habitantes tan sabios!... Sin embargo, no has encontrado el camino hacia el Corazón de tu Creador, de tu Padre, ¡mientras que estos niños de aquí lo encontraron! Por eso os digo: ¡Quien no viene a Mí como estos niños, no llegará al Padre!».

Después me senté, bendije a los niños y los estreché contra el pecho. El anciano estaba desorientado y exclamó: «¿Cómo es esto? ¿Por qué...? ¿Cómo lo entenderemos?».

Y el pequeño niño le contestó: «Padre, aquí hay más que Elías y más que tu Mesías... ¡Es el Padre mismo quien está aquí, el Padre bondadoso que nos trajo pan, leche y ropa!».

El anciano empezó a llorar. El pequeño niño, entretanto, apretó su cabeza contra mi pecho, empezó a besarme y acariciarme y dijo tras un rato: «Sí, sí, lo oigo, aquí en este pecho palpita el verdadero y buen Corazón del Padre. Ay, ¡si pudiera besarlo también!».

El anciano le criticó: «¡No seas tan mal educado!».

«¡Volveos todos tan “mal educados”», les dije, «porque de lo contrario nunca llegaréis tan cerca del Corazón del Padre como este niño tan cariñoso!».


Fuente: El Gran Evangelio de Juan, tomo 1, capítulos 132 al 133, recibido por Jakob Lorber. (gej01.132-133)

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