Los primeros discípulos del Señor

Juan el bautista vivía en Betania, un lugar paupérrimo y habitado por pobres pescadores. Después de bautizar a Jesús, dos discípulos de Juan preguntaron a Jesús dónde vivía.

Jesús había permanecido unos cuarenta días en esta zona, preparándose con ayunos y otros ejercicios su naturaleza humana para su Apostolado que iba a comenzar. Era evidente que para tal fin necesitaba un albergue en la misma zona desértica e inhóspita que consideraba la mejor para su propósito.

Los discípulos sabían que desde hacía algún tiempo se encontraba allí; posiblemente ya le habían visto algunas veces sin saber quién era. Así que no le preguntaron por su lugar de nacimiento, sino sólo por su albergue en Betania, una aldea donde, por lo general, las chozas de los pescadores estaban construidas con barro y juncos, tan bajas que en muchas de ellas un hombre no podía permanecer de pie.

En una choza tal, obra de sus propias manos, habitaba Jesús, muy adentrado en el desierto. De ahí procede la costumbre de los ermitaños que aún hoy día se encuentran en los países cristianos.

Esta choza, por lo tanto, no estaba lejos del lugar donde Juan el bautista se encontraba. Por esto el Señor dijo a los discípulos: «Venid y lo veréis».

Le acompañaron hasta allí, se sorprendieron de que el Cordero de Dios, testimoniado por Juan el bautista, habitara en una choza tan humilde que, además, estaba en una zona paupérrima del desierto.

Esto no sucedió en la estación del año en la que las comunidades cristianas de hoy día se dedican al ayuno de cuaresma, sino dos meses más tarde. La hora de la llegada al albergue era, más o menos, la décima, lo que hoy día son las tres de la tarde. Como entonces la salida del Sol determinaba la primera hora del día y como durante el año la salida es variable, no es posible convertir con exactitud la hora de entonces a la de nuestra época. Como aquel día los dos discípulos se quedaron con el Salvador hasta la puesta del Sol, puede plantearse la pregunta sobre lo que hicieron los tres entre las tres y las ocho de la tarde, pues no se encuentra nada escrito sobre esto.

Se entiende por sí mismo que Jesús les enseñó su futura misión y les indicó cómo y por dónde iba a empezar su Apostolado y cómo iría a convocar por la misma zona más discípulos, de buen espíritu y de buena voluntad como ellos. Al mismo tiempo les encargó que averiguaran si a algunos de sus compañeros les gustaría seguirle. Cuando vino la noche Él los despidió y ellos volvieron a sus hogares entre contentos y preocupados, pues tenían mujer e hijos y no sabían qué hacer con ellos.

Uno de los dos, llamado Andrés, se decidió de inmediato y le quiso seguir decididamente. Se fue a ver a su hermano Simón que andaba ocupado con sus redes.

Cuando le encontró, le reveló con entusiasmo el haber encontrado al Mesías prometido y que otro discípulo, que estaba con él, aún no estaba firmemente decidido a seguir al Cordero de Dios.

Cuando Simón oyó hablar del Señor, deseó verle lo antes posible porque no estuvo presente en el bautismo de Juan El Bautista. Sin embargo, Andrés le dijo: «Hoy ya no conviene; pero mañana, a la salida del Sol, estarás con Él».

Simón alimentaba en su imaginación hechos fantásticos sobre el Mesías prometido y esperaba que ayudara a los pobres y exterminara a los ricos egoístas.

«Hermano, no tenemos un segundo que perder», le respondió Simón a Andrés. «Abandonaré todo y, si fuese preciso y Él lo pidiera, le seguiría hasta el fin del mundo. Anda y llévame ahora mismo, me siento fuertemente atraído. Le tengo que ver y hablar hoy mismo. La noche es clara y su choza no está lejos, ¡vamos pues ahora mismo! ¿Quién sabe si mañana aún estará?».

Ante tanta insistencia Andrés le llevó a Jesús.

Cuando ambos se acercaron a su choza bien entrada la noche, Pedro se detuvo maravillado a treinta pasos de ella y le dijo a Andrés: «Estoy sintiendo una cosa extraña, tengo miedo de seguir adelante, pero al mismo tiempo siento dentro de mí el deseo ardiente de verle».

En este momento el Nazareno salió de su choza y se acercó a los dos hermanos, no físicamente sino que el mismo hecho de haberle visto (a Pedro) significaba haberse acercado a él. Si uno se acerca a Dios con su corazón tan lleno de amor como lo hizo Pedro, en seguida Él le reconoce, es decir, le admite y el nuevo nombre que le da es para él una primera parte de su Reino. De manera que Pedro recibió el nombre de “Cefas” que significa “Una roca de fe en Dios”, pues Dios veía hace mucho tiempo cuál era su mente.

Para Pedro esta salutación era testimonio suficiente de que Jesús, sin duda, era el Mesías prometido. Desde este momento quedó convencido con todo su corazón y nunca le preguntó si Jesús era el auténtico Mesías, porque su mismo corazón se lo garantizaba. Los dos se quedaron con el Salvador hasta la mañana siguiente y después ya no le abandonaron.

(gej1.8)


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